Hoy tenemos la oportunidad de reflexionar sobre la
experiencia de la enfermedad, del dolor y, más en general, sobre el sentido de
la vida que es preciso realizar plenamente incluso cuando se sufre...
Si ya quedamos sin palabras ante un adulto que sufre, ¿qué
decir cuando la enfermedad afecta a un niño inocente? ¿Cómo percibir también en
situaciones tan difíciles el amor misericordioso de Dios, que nunca abandona a
sus hijos en la prueba?
Son frecuentes y a veces inquietantes esos interrogantes, que
en verdad, en un plano meramente humano, no encuentran respuestas adecuadas,
pues el dolor, la enfermedad y la muerte en su significado siguen siendo
insondables para la mente humana. Pero viene en nuestra ayuda la luz de la fe.
La Palabra de Dios nos revela que incluso estos males son
misteriosamente "abrazados" por el plan divino de salvación; la fe
nos ayuda a considerar que la vida humana es hermosa y digna de vivirse en
plenitud, a pesar de estar menoscabada por el mal.
Dios creó al hombre para la felicidad y para la vida,
mientras que la enfermedad y la muerte entraron en el mundo como consecuencia
del pecado.
Sin embargo, el Señor no nos ha abandonado a nosotros mismos.
Él, el Padre de la vida, es el médico del hombre por excelencia y no deja de
inclinarse amorosamente hacia la humanidad que sufre.
El Evangelio relata cómo Jesús "expulsaba los espíritus
con su palabra y curaba a los enfermos", indicando el camino de la
conversión y de la fe como condiciones para obtener la curación del cuerpo y
del espíritu.
El Señor quiere siempre esta curación, la curación integral,
de cuerpo y alma; por eso expulsa los espíritus con su Palabra. Su Palabra es
palabra de amor, palabra purificadora: expulsa los espíritus de temor, soledad
y oposición a Dios; así purifica nuestra alma y nos da paz interior. Así nos da
el espíritu de amor y la curación que comienza en nuestro interior.
Pero Jesús no sólo habló; es Palabra encarnada. Sufrió con
nosotros y murió. Con su pasión y muerte, asumió y transformó hasta el fondo
nuestra debilidad.
Precisamente por eso, como dice san Juan Pablo II en la carta
apostólica Salvifici doloris, "sufrir significa hacerse particularmente
receptivos, particularmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de
Dios, ofrecidas a la humanidad en Cristo" (n. 23).
Queridos hermanos y hermanas, somos cada vez más conscientes
de que la vida del hombre no es un bien del que se pueda disponer, sino un
cofre valioso que es preciso custodiar y cuidar con el mayor esmero posible,
desde el momento de su inicio hasta su término último y natural
La vida es un misterio que, de por sí, exige por parte de
todos y de cada uno responsabilidad, amor, paciencia y caridad. Aún más
necesario es rodear de cuidados y de respeto a quienes están enfermos y sufren.
Esto no siempre es fácil, pero sabemos dónde encontrar la
valentía y la paciencia para afrontar las vicisitudes de la existencia terrena,
especialmente las enfermedades y todo tipo de sufrimiento. Para nosotros, los
cristianos, en Cristo es donde se encuentra la respuesta al enigma del dolor y
de la muerte.
(Benedicto XVI, palabras a los enfermos el 11 de febrero de
2009)
Fuente:News. va
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