La Sagrada Escritura nos presenta a Dios como misericordia
infinita, pero también como justicia perfecta. ¿Cómo conciliar las dos cosas?
¿Cómo se articula la realidad de la misericordia con las exigencias de la
justicia? Podría parecer que sean dos realidades que se contradicen; en
realidad no es así, porque es justamente la misericordia de Dios que lleva a
cumplimiento la verdadera justicia. Es propio la misericordia de Dios que lleva
a cumplimiento la verdadera justicia. ¿Pero, de qué justicia se trata?
Si pensamos en la administración legal de la justicia,
vemos que quien se considera víctima de una injusticia se dirige al juez en un
tribunal y pide que se haga justicia. Se trata de una justicia retributiva, que
aplica una pena al culpable, según el principio que a cada uno debe ser dado lo
que le corresponde. Como recita el libro de los Proverbios: «Así como la
justicia conduce a la vida, el que va detrás del mal camina hacia la muerte»
(11,19). También Jesús lo dice en la parábola de la viuda que iba repetidas
veces al juez y le pedía: «Te ruego que me hagas justicia contra mi adversario»
(Lc 18,3).
Pero este camino no lleva todavía a la verdadera justicia
porque en realidad no vence el mal, sino simplemente lo circunscribe. En
cambio, es solo respondiendo a esto con el bien que el mal puede ser
verdaderamente vencido.
Entonces hay aquí otro modo de hacer justicia que la
Biblia nos presenta como camino maestro a seguir. Se trata de un procedimiento
que evita recurrir a un tribunal y prevé que la víctima se dirija directamente
al culpable para invitarlo a la conversión, ayudándolo a entender que está
haciendo el mal, apelándose a su conciencia. En este modo, finalmente
arrepentido y reconociendo su proprio error, él puede abrirse al perdón que la
parte agraviada le está ofreciendo. Y esto es bello: la persuasión; esto está
mal, esto es así… El corazón se abre al perdón que le es ofrecido. Es este el
modo de resolver los contrastes al interno de las familias, en las relaciones
entre esposos o entre padres e hijos, donde el ofendido ama al culpable y desea
salvar la relación que lo une al otro. No corten esta relación, este vínculo.
Cierto, este es un camino difícil. Requiere que quien ha
sufrido el mal esté listo a perdonar y desear la salvación y el bien de quien
lo ha ofendido. Pero solo así la justicia puede triunfar, porque, si el
culpable reconoce el mal hecho y deja de hacerlo, es ahí que el mal no existe
más, y aquel que era injusto se hace justo, porque es perdonado y ayudado a
encontrar la camino del bien. Y aquí está justamente el perdón, la
misericordia.
Es así que Dios actúa en relación a nosotros pecadores. El
Señor continuamente nos ofrece su perdón y nos ayuda a acogerlo y a tomar
conciencia de nuestro mal para poder liberarnos. Porque Dios no quiere nuestra
condena, sino nuestra salvación. ¡Dios no quiere la condena de ninguno, de
ninguno! Alguno de ustedes podrá hacerme la pregunta: ¿Pero padre, la condena
de Pilatos se la merecía? ¿Dios la quería? ¡No! ¡Dios quería salvar a Pilatos y
también a Judas, a todos! ¡Él, el Señor de la misericordia quiere salvar a
todos! El problema es dejar que Él entre en el corazón. Todas las palabras de
los profetas son un llamado apasionado y lleno de amor que busca nuestra
conversión. Es esto lo que el Señor dice por medio del profeta Ezequiel:
«¿Acaso deseo yo la muerte del pecador … y no que se convierta de su mala
conducta y viva?» (18,23; Cfr. 33,11), ¡aquello que le gusta a Dios!
Y este es el corazón de Dios, un corazón de Padre que ama
y quiere que sus hijos vivan en el bien y en la justicia, y por ello vivan en
plenitud y sean felices. Un corazón de Padre que va más allá de nuestro pequeño
concepto de justicia para abrirnos a los horizontes ilimitados de su
misericordia. Un corazón de Padre que nos trata según nuestros pecados y nos
paga según nuestras culpas. Y precisamente es un corazón de Padre el que
queremos encontrar cuando vamos al confesionario. Tal vez nos dirá alguna cosa
para hacernos entender mejor el mal, pero en el confesionario todos vamos a encontrar
un padre; un padre que nos ayude a cambiar de vida; un padre que nos de la
fuerza para ir adelante; un padre que nos perdone en nombre de Dios. Y por esto
ser confesores es una responsabilidad muy grande, muy grande, porque aquel
hijo, aquella hija que se acerca a ti busca solamente encontrar un padre. Y tú,
sacerdote, que estás ahí en el confesionario, tú estás ahí en el lugar del
Padre que hace justicia con su misericordia. Gracias.
(Traducción del italiano: Renato Martinez - Radio
Vaticano)
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