Queridos hermanos y hermanas ¡feliz domingo!
La
liturgia de hoy, segundo domingo después de Navidad, nos presenta el Prólogo
del Evangelio de San Juan, en el que se proclama que “el Verbo – o sea la
Palabra creadora de Dios – se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Esa Palabra, que reside en el cielo, es decir en la
dimensión de Dios, ha venido a la tierra a fin de que nosotros la escucháramos
y pudiéramos conocer y tocar con las manos el amor del Padre. El Verbo de Dios
es su mismo Hijo Unigénito, hecho hombre, lleno de amor y de fidelidad (Cfr. Jn 1,14), es el mismo Jesús.
El
Evangelista no esconde el carácter dramático de la Encarnación del Hijo de
Dios, subrayando que al don de amor de Dios se contrapone la no acogida por
parte de los hombres. La Palabra es la luz, y sin embargo los hombres han
preferido las tinieblas; la Palabra vino entre los suyos, pero ellos no la han
acogido (Cfr. vv. 9-10). Le han cerrado la puerta en la cara al Hijo de Dios.
Es el misterio del mal que asecha también nuestra vida y que requiere por
nuestra parte vigilancia y atención para que no prevalezca.
El
Libro del Génesis dice una bella frase que nos hace comprender esto: dice que
el mal está agazapado a la puerta” (Cfr. 4,7). Ay de nosotros si lo dejamos
entrar; sería él entonces el que cerraría nuestra puerta a quien quiera. En
cambio, estamos llamados a abrir de par en par la puerta de nuestro corazón a
la Palabra de Dios, a Jesús, para llegar a ser así sus hijos.
En el
día de Navidad ya ha sido proclamado este solemne inicio del Evangelio de Juan;
y hoy se nos propone una vez más. Es la invitación de la Santa Madre Iglesia la
que acoge esta Palabra de salvación, este misterio de la luz.
Si lo
acogemos, si acogemos a Jesús, creceremos en el conocimiento y en el amor del
Señor y aprenderemos a ser misericordiosos como Él. Especialmente en este Año
Santo de la Misericordia, hagamos de modo que el Evangelio sea cada vez más
carne en nuestra vida. Acercarse al Evangelio, meditarlo y encarnarlo en la
vida cotidiana es la mejor manera para conocer a Jesús y llevarlo a los demás.
Ésta es
la vocación y la alegría de todo bautizado: indicare y donar a los demás a
Jesús; pero para hacer esto debemos conocerlo y tenerlo dentro de nosotros,
como Señor de nuestra vida. Y Él nos defiende del mal, del diablo, que siempre
está agazapado ante nuestra puerta, ante nuestro corazón, y quiere entrar.
Con un
renovado impulso de abandono filial, nosotros nos encomendamos una vez más a
María: precisamente en el pesebre contemplamos en estos días su dulce imagen de
Madre de Jesús y Madre nuestra.
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