viernes, 15 de enero de 2016

EL PECADO NOS PARALIZA, LA MISERICORDIA DE DIOS NOS SANA

«Cuatro personas llevan en una camilla a un paralítico a la presencia de Jesús, que, al ver su fe, dice al paralítico: "Hijo, tus pecados quedan perdonados". 
Al obrar así, Jesús muestra que quiere sanar, ante todo, el espíritu. El paralítico es imagen de todo ser humano al que el pecado impide moverse libremente, caminar por la senda del bien, dar lo mejor de sí. 
En efecto, el mal, anidando en el alma, ata al hombre con los lazos de la mentira, la ira, la envidia y los demás pecados, y poco a poco lo paraliza. Por eso Jesús, suscitando el escándalo de los escribas presentes, dice primero: "Tus pecados quedan perdonados", y sólo después, para demostrar la autoridad que le confirió Dios de perdonar los pecados, añade: "Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa", y lo sana completamente. 
 El mensaje es claro: el hombre, paralizado por el pecado, necesita la misericordia de Dios que Cristo vino a darnos, para que, sanados en el corazón, toda nuestra existencia pueda renovarse. 
 También hoy la humanidad lleva en sí los signos del pecado que le impide progresar con agilidad en los valores de fraternidad, justicia y paz, a pesar de los propósitos hechos en solemnes declaraciones. ¿Por qué? ¿Qué es lo que entorpece su camino? ¿Qué es lo que paraliza este desarrollo integral? 
 Sabemos bien que, en el plano histórico, las causas son múltiples y el problema es complejo. Pero la palabra de Dios nos invita a tener una mirada de fe y a confiar, como las personas que llevaron al paralítico, a quien sólo Jesús puede curar verdaderamente. (…)
Sólo el amor de Dios puede renovar el corazón del hombre, y la humanidad paralizada sólo puede levantarse y caminar si sana en el corazón. El amor de Dios es la verdadera fuerza que renueva al mundo. 
 Invoquemos juntos la intercesión de la Virgen María para que todos los hombres se abran al amor misericordioso de Dios, y así la familia humana pueda sanar en profundidad de los males que la afligen». 

Benedicto XVI, Ángelus del 19 de febrero de 2006

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