«Porque yo soy el último de los Apóstoles,
[...] ya que he perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy
lo que soy, y su gracia no fue estéril en mí». (1 Cor 15,9- 10). El
apóstol Pablo resume así el significado de su conversión. Ésta, llevada a cabo
después del encuentro deslumbrante con Cristo resucitado (cf. 1 Cor 9,1) en el
camino de Jerusalén a Damasco, no es ante todo un cambio moral, sino una
experiencia de la gracia transformadora de Cristo, y al mismo tiempo la llamada
a una nueva misión, la de anunciar a todos a aquel Jesús a quien antes
perseguía, persiguiendo a sus discípulos. En ese momento, de hecho, Pablo
entiende que entre el Cristo eternamente vivo y sus seguidores hay una unión
real y trascendente: Jesús vive y está presente en ellos y ellos viven en Él.
La vocación a ser un apóstol no se funda en los méritos humanos de Pablo, quien
se considera "último" e "indigno", sino en la infinita
bondad de Dios, que lo eligió y le confió el ministerio.
Una comprensión similar de lo que sucedió
en el camino de Damasco es testimoniada por san Pablo también en la Primera
Carta a Timoteo: «Doy gracias a nuestro Señor Jesucristo, porque me ha
fortalecido y me ha considerado digno de confianza, llamándome a su servicio a
pesar de mis blasfemias, persecuciones e insolencias anteriores. Pero fui
tratado con misericordia, porque cuando no tenía fe, actuaba así por
ignorancia. Y sobreabundó a mí la gracia de nuestro Señor, junto con la fe y el
amor de Cristo Jesús». (1,12-14). La sobreabundante misericordia de Dios es la
única razón en la cual se funda el ministerio de Pablo, y es al mismo tiempo lo
que el Apóstol tiene que anunciar a todos.
La experiencia de san Pablo es similar a
aquella de las comunidades a las que el apóstol Pedro dirigió su Primera Carta.
San Pedro se dirige a los miembros de comunidades pequeñas y frágiles,
expuestas a la amenaza de las persecuciones y aplica a ellos los títulos
gloriosos atribuidos al pueblo santo de Dios, «una raza elegida, un sacerdocio
real, una nación santa, un pueblo adquirido» ( 1 Pe 2,9).
Para los primeros
cristianos, como hoy para todos nosotros bautizados, es una fuente de consuelo
y de constante estupor el saber de haber sido elegidos para formar parte del
diseño de salvación de Dios, actuado en Jesucristo y en la Iglesia.
"Señor, ¿por qué yo?"; "¿Por qué nosotros?". Alcanzamos
aquí el misterio de la misericordia y la elección de Dios: el Padre nos ama a
todos y quiere salvar a todos, y por eso llama a algunos, "conquistándolos"
con su gracia, para que a través de ellos su amor pueda llegar a todos. La
misión del entero pueblo de Dios es la de anunciar las maravillas del Señor,
ante todas el Misterio pascual de Cristo, por medio del cual hemos pasado de
las tinieblas del pecado y la muerte, al esplendor de su vida, nueva y eterna
(cf. 1 Pe 2,10).
A la luz de la Palabra de Dios que
hemos escuchado, y que nos ha guiado durante esta Semana de Oración por la
unidad de los cristianos, realmente podemos decir que todos los creyentes en
Cristo estamos "llamados a anunciar las maravillas de Dios" (cf. 1
2.9 pt). Más allá de las diferencias que todavía nos separan, reconozcamos con
alegría, que en el origen de la vida cristiana hay siempre una llamada, cuyo
autor es Dios mismo. Podemos avanzar en el camino hacia la comunión plena y
visible entre los cristianos no sólo cuando nos acercamos los unos a los otros,
sino sobre todo en la medida en que nos convertimos al Señor, que por su gracia
nos elige y nos llama a ser sus discípulos. Y convertirse significa dejar que
el Señor viva y trabaje en nosotros. Por este motivo, cuando los cristianos de
diferentes Iglesias escuchan juntos la Palabra de Dios y tratan de ponerla en
práctica, cumplen pasos verdaderamente importantes hacia la unidad. Y no sólo
la llamada nos une; también compartimos la misma misión: anunciar a todos las
maravillosas obras de Dios. Como san Pablo, y como los fieles a quienes escribe
san Pedro, también nosotros no podemos no anunciar el amor misericordioso que
nos ha conquistado y transformado. Mientras estamos en camino hacia la plena
comunión entre nosotros, ya podemos desarrollar múltiples formas de
colaboración para favorecer la difusión del Evangelio. Y caminando y trabajando
juntos, nos damos cuenta de que ya estamos unidos en el nombre del Señor. “La
unidad se hace en camino”.
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