Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
En el Evangelio de hoy hay una
pregunta repetida tres veces: «¿Qué debemos hacer? » (Lc3,10.12.14). Le
preguntan a Juan Bautista tres categorías de personas: primero, la muchedumbre
en general; segundo, los publicanos, es decir los cobradores de impuestos; y
tercero, algunos soldados. Cada uno de estos grupos pregunta al profeta qué
debe hacer para realizar la conversión que él está predicando. La respuesta de
Juan a la pregunta de la muchedumbre es el compartir los bienes de primera
necesidad: «El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que
tenga qué comer, haga otro tanto» ( v.11). A los cobradores de impuestos dice
no exigir nada más de la suma debida (cfr v.13), ¿qué quiere decir esto? No
hacer sobornos, es claro Bautista; y el tercer grupo a los soldados les pide no
extorsionar nada a ninguno sino contentarse de sus pagos (cfr v.14). Son las
tres respuestas para las tres preguntas. Tres respuestas para un idéntico
camino de conversión, que se manifiesta en empeños concretos de justicia y de
solidaridad. Es el camino que Jesús indica en toda su predicación: el camino
del amor hecho por el prójimo.
Y en
estas advertencias de Juan Bautista comprendemos cuáles eran las tendencias
generales de quien en aquella época tenía el poder, bajo las formas diversas.
Las cosas no han cambiado tanto. No obstante, ninguna categoría de personas está
excluida del recorrer el camino de la conversión para obtener la salvación, ni
siquiera los publicanos considerados pecadores por definición. Ni siquiera
ellos están excluidos de la salvación. Dios no impide a ninguno la posibilidad
de salvarse. Él está –se puede decir esta palabra– Él está ansioso por usar la
misericordia, usarla hacia todos en el tierno abrazo de reconciliación y de
perdón.
Esta
pregunta - ¿qué debemos hacer? – la sentimos también nuestra. La liturgia de
hoy nos repite, con las palabras de Juan, que es necesario convertirse, es
necesario cambiar dirección de marcha y emprender el camino de la justicia, de
la solidaridad, de la sobriedad: son los valores imprescindibles de una
existencia plenamente humana y auténticamente cristiana. ¡Conviértanse! Es la
síntesis del mensaje del Bautista. Y la liturgia de este tercer domingo de
Adviento nos ayuda a redescubrir una dimensión particular de la conversión: la
alegría. Quien se convierte y se acerca al Señor siente la alegría. El profeta
Sofonías nos dice hoy: «¡Alegráte, hija de Sion!», dirigido a Jerusalén (Sof 3,14);
y el apóstol Pablo exhorta así a los cristianos de Filipo: «Alégrense siempre
en el Señor» (Fil 4,4). Hoy se necesita valentía para hablar de alegría, ¡se
necesita sobre todo fe! El mundo está sofocado por tantos problemas, el futuro
agobiado por incógnitas y temores. Y sin embargo, el cristiano es una persona
alegre, y su alegría no es cualquier cosa superficial y efímera, sino profundo
y estable, porque es un don del Señor que llena la vida. Nuestra alegría deriva
de la certeza que «el Señor está cerca» (Fil 4,5). Está cerca con
su ternura, con su misericordia, con su perdón, con su amor.
Que la
Virgen María nos ayude a reforzar nuestra fe, para que sepamos acoger al Dios
de la alegría, que siempre quiere vivir en medio de sus hijos. Y que nuestra
Madre nos enseñe a compartir las lágrimas con quien llora, para poder compartir
también la sonrisa.
(Traducción
por Mercedes De La Torre – Radio Vaticano).
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