Hay dos peligros que asechan a los
creyentes: la tentación de divinizar las cosas de la tierra e incluso de
idolatrar los “hábitos”, como si todo tuviera que durar para siempre. En
cambio, la única belleza eterna a la que debemos tender es Dios. Lo afirmó el Papa
Franciscoen su homilía de la Misa matutina
celebrada en la capilla de la Casa de Santa Marta.
“La gran belleza es Dios”. Lo reza también el Salmo: “Los cielos narran la belleza de Dios”. El problema del hombre
es que con frecuencia se arrodilla ante lo que, de aquel esplendor es sólo un
reflejo – que un día, de todos modos, se apagará – o incluso, se vuelve
devoto de placeres aún más pasajeros.
Apegados a las bellezas de acá
El Papa Bergoglio desarrolló su homilía poniendo
de manifiesto las dos idolatrías en las que también puede caer quien tiene fe.
La primera Lectura y el Salmo – observó Francisco – se refieren a “la
belleza de la creación”, pero también subrayan “el error” de “aquella gente que
en estas cosas bellas no ha sido capaz de ver más allá, es decir la
trascendencia”. Una actitud en la que el Pontífice identifica lo que denomina
“la idolatría de la inmanencia”, que hace que uno se detenga ante una belleza
“sin un más allá”:
“Se han apegado a esta idolatría; están
sorprendidos por su poder y energía. No han pensado cuán superior es su
Soberano, porque los ha creado, Aquel que es principio y autor de la belleza.
Es una idolatría mirar las bellezas – tantas – sin pensar que habrá un ocaso.
También el ocaso tiene su belleza… Y esta idolatría de estar apegados a las
bellezas de acá, sin la trascendencia, todos nosotros corremos el riesgo de
tenerla. Es la idolatría de la inmanencia. Creemos que las cosas son como son,
son casi dioses, que jamás terminarán. Olvidamos el ocaso”.
Divinizar los hábitos
La otra idolatría – subrayó el Santo Padre – “es la de los hábitos” que ensordecen el corazón. Francisco la
ilustró recordando las palabras de Jesús en el Evangelio del día, con su
descripción de los hombres y las mujeres en tiempos de Noé o los de Sodoma
cuando, recuerda que “comían, bebían, tomaban esposa y esposo” sin preocuparse
por otra cosa, hasta el momento del diluvio o de la lluvia de fuego y azufre,
de la destrucción absoluta:
“Todo es habitual. La vida es así: vivimos
así, sin pensar en el ocaso de este modo de vivir. También esto es una
idolatría: estar apegado a los hábitos, sin pensar que esto terminará. Y la
Iglesia nos hace ver el final de estas cosas. También los hábitos pueden ser
pensados como dioses. ¿La idolatría? La vida es así, vamos adelante así… Y así
como la belleza terminará en otra belleza, nuestro hábito terminará en una
eternidad, en otro hábito. ¡Pero está Dios!”.
Mirar la belleza que no pasa
En cambio – exhortó el Obispo de Roma – es necesario dirigir la mirada “siempre más allá”, hacia
“el hábito final”, al único Dios que está más allá “del fin de las cosas
creadas”, como la Iglesia enseña en estos días que concluyen el Año litúrgico,
para no repetir el error fatal de mirar hacia atrás, como sucedió a la esposa
de Lot, teniendo la certeza que si “la vida es bella, también el ocaso será muy
bello”:
“Nosotros – los creyentes – no somos
gente que vuelve atrás, que cede, sino gente que va siempre adelante”. Ir
siempre adelante en esta vida, mirando las bellezas y con los hábitos que
tenemos todos nosotros, pero sin divinizarlas. Terminarán… Que sean estas
pequeñas bellezas, que reflejan la gran belleza, nuestros hábitos para
sobrevivir en el canto eterno, en la contemplación de la gloria de Dios”.
(María Fernanda Bernasconi - RV).
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