Me
produce distintos sentimientos, emociones, estar en la Zona Cero donde miles de
vidas fueron arrebatadas en un acto insensato de destrucción. Aquí el dolor es
palpable. El agua que vemos correr hacia ese centro vacío nos recuerda todas
esas vidas que se fueron bajo el poder de aquellos que creen que la destrucción
es la única forma de solucionar los conflictos. Es el grito silencioso de
quienes sufrieron en su carne la lógica de la violencia, del odio, de la
revancha. Una lógica que lo único que puede causar es dolor, sufrimiento,
destrucción, lágrimas. El agua cayendo es símbolo también de nuestras lágrimas.
Lágrimas por las destrucciones de ayer, que se unen a tantas destrucciones de
hoy. Este es un lugar donde lloramos, lloramos el dolor que provoca sentir la
impotencia frente a la injusticia, frente al fratricidio, frente a la
incapacidad de solucionar nuestras diferencias dialogando. En este lugar lloramos
la pérdida injusta y gratuita de inocentes por no poder encontrar soluciones en
pos del bien común. Es agua que nos recuerda el llanto de ayer y el llanto de
hoy.
Hace
unos minutos encontré a algunas familias de los primeros socorristas caídos en
servicio. En el encuentro pude constatar una vez más cómo la destrucción nunca
es impersonal, abstracta o de cosas; sino, que por sobre todo, tiene rostro e
historia, es concreta, posee nombres. En los familiares, se puede ver el rostro
del dolor, un dolor que nos deja atónitos y grita al cielo.
Pero
a su vez, ellos me han sabido mostrar la otra cara de este atentado, la otra
cara de su dolor: el poder del amor y del recuerdo. Un recuerdo que no nos deja
vacíos. El nombre de tantos seres queridos están escritos aquí en lo que eran
las bases de las torres, así los podemos ver, tocar y nunca olvidar.
Aquí,
en medio del dolor lacerante, podemos palpar la capacidad de bondad heroica de
la que es capaz también el ser humano, la fuerza oculta a la que siempre
debemos apelar. En el momento de mayor dolor, sufrimiento, ustedes fueron
testigos de los mayores actos de entrega y ayuda. Manos tendidas, vidas
entregadas. En una metrópoli que puede parecer impersonal, anónima, de grandes
soledades, fueron capaces de mostrar la potente solidaridad de la mutua ayuda,
del amor y del sacrificio personal. En ese momento no era una cuestión de
sangre, de origen, de barrio, de religión o de opción política; era cuestión de
solidaridad, de emergencia, de hermandad. Era cuestión de humanidad. Los
bomberos de Nueva York entraron en las torres que se estaban cayendo sin
prestar tanta atención a la propia vida. Muchos cayeron en servicio y con en su
sacrificio permitieron la vida de tantos otros.
Este
lugar de muerte se transforma también en un lugar de vida, de vidas salvadas,
un canto que nos lleva a afirmar que la vida siempre está destinada a triunfar
sobre los profetas de la destrucción, sobre la muerte, que el bien siempre
despertará sobre el mal, que la reconciliación y la unidad vencerán á sobre el
odio y la división.
En este
lugar de dolor y de recuerdo, me llena de esperanza la oportunidad de asociarme
a los líderes que representan las muchas tradiciones religiosas que enriquecen
la vida de esta gran ciudad. Espero que nuestra presencia aquí sea un signo
potente de nuestras ganas de compartir y reafirmar el deseo de ser fuerzas de
reconciliación, fuerzas de paz y justicia en esta comunidad y a lo largo y
ancho de nuestro mundo. En las diferencias, en las discrepancias, es posible
vivir un mundo de paz. Frente a todo intento uniformizador es posible y
necesario reunirnos desde las diferentes lenguas, culturas, religiones y alzar
la voz a todo lo que quiera impedirlo. Juntos hoy somos invitados a decir «no»
a todo intento uniformante y «sí» a una diferencia aceptada y reconciliada.
Y
para eso necesitamos desterrar de nosotros sentimientos de odio, de venganza,
de rencor. Y sabemos que eso solo es posible como un don del cielo. Aquí, en
este lugar de la memoria, cada uno a su manera, pero juntos, les propongo hacer
un momento de silencio y oración. Pidamos al cielo el don de empeñarnos por la
causa de la paz. Paz en nuestras casas, en nuestras familias, en nuestras
escuelas, en nuestras comunidades. Paz en esos lugares donde la guerra parece
no tener fin. Paz en esos rostros que lo único que han conocido ha sido el
dolor. Paz en este mundo vasto que Dios nos lo ha dado como casa de todos y
para todos. Tan solo, PAZ. Oremos en silencio.
Así, la
vida de nuestros seres queridos no será una vida que quedará en el olvido, sino
que se hará presente cada vez que luchemos por ser profetas de construcción,
profetas de reconciliación, profetas de paz.
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