Profesar la fe cristiana no es un placebo, ni una fórmula mágica
para tener un seguro contra toda inclemencia. Por el contrario, los seguidores
de Jesús debieron de quedar desconcertados desde el primer momento al tener
pensamientos pretenciosos de querer hacer del Maestro un jefe político con el
que ganar el poder y alcanzar cotas de seguridad.
En un principio, el discípulo se escandaliza de lo que
dice Jesús acerca de Sí mismo, que tiene que sufrir. Ve en ello su propio
destino, y la naturaleza rehúye todo lo que significa sufrimiento, dolor o
contrariedad. Sin embargo, el signo cristiano por excelencia es la Cruz, no
como amenaza, sino como llave para experimentar la salvación.
Los discípulos del Nazareno no estarán en mejores condiciones
que su Maestro, pero ellos tienen la seguridad de la palabra dada por Jesús. Ya
desde las profecías del Antiguo Testamento se adelantaba la imagen del
Crucificado: “Acechemos al justo, que nos resulta incómodo: se opone a nuestras
acciones, nos echa en cara nuestros pecados, nos reprende nuestra educación
errada; veamos si sus palabras son verdaderas, comprobando el desenlace de su
vida” (Sb 2, 12). Los salmos, en muchas ocasiones, reiteran el padecimiento del
justo, que en visión cristológica profetiza al Señor: “Unos insolentes se alzan
contra mí, y hombres violentos me persiguen a muerte, sin tener presente a
Dios” (Sal 53).
En muchos lugares, este domingo coincide con celebraciones en
honor del Santo Cristo, por la cercanía al 14 de septiembre, fiesta de la
Exaltación de la Cruz. La liturgia de la Palabra nos propone el misterio
glorioso de la Pasión y Resurrección del Señor, de su Cruz exaltada, cuando
Jesús advierte a los discípulos que aquel que comparta su pasión, participará
de su resurrección. “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los
hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará” (Mc 9,
35).
Si nos fijamos en la enseñanza del apóstol Santiago, vemos que
la persecución nos puede sobrevenir no solo desde fuera y de forma violenta,
sino que entre los mismos creyentes cabe sufrir la cruz de la intriga, del
descrédito, de los bandos ideológicos, comportamientos que conllevan mucho
dolor. El apóstol advierte: “Donde hay envidias y rivalidades, hay desorden y
toda clase de males” (Sant 3, 16).
Vivimos momentos propicios para acrisolar la fe, purificar la
razón del seguimiento evangélico, testimoniar la coherencia cristiana, y para
estar advertidos de los peligros externos e internos que acechan a quienes
desean avanzar por la misma ruta que el Maestro.
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