Siempre me sorprendo al contemplar una concurrencia tan
exacta de pasajes del Antiguo Testamento y del Evangelio como la que hoy se nos
ofrece en la Liturgia de la Palabra de este domingo. Cuando esto sucede, se
pone de manifiesto la clave de lectura que debemos aplicar siempre para
comprender la Biblia, y es leerla desde el acontecimiento de Jesucristo.
Si el libro del Éxodo revela el nombre de Dios -“Yo soy”- y nos
relata la experiencia del pueblo de Israel de haber sido alimentado de manera
providente en la travesía del desierto - “El Señor dijo a Moisés: -«Yo haré
llover pan del cielo: que el pueblo salga a recoger la ración de cada día” (Ex
16, 4)-, la expresión en labios de Jesús “Yo soy el pan de vida”, revela su
identidad divina, y la permanente opción de ser, para los que creen, el
alimento en la travesía de la existencia.
El salmista, como eco de uno de los fenómenos más sobresalientes
que vivió el pueblo de Dios, al haber sido alimentado durante cuarenta años de
forma gratuita, eleva la memoria a cántico de alabanza: “El señor hizo llover
sobre ellos maná, les dio un trigo celeste” (Sal 77).
Las palabras del discurso que Jesús pronuncia en Cafarnaúm: -«Os
aseguro que no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el
que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del
cielo y da vida al mundo.» -«Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará
hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed.» (Jn 6, 32.35)-, me llevan a una
consideración sobrecogedora.
El Creador, que al tercer día hizo germinar las semillas sobre
la faz de la tierra, y que después se manifiesta en Jesús, como el sembrador
que esparce la semilla sobre el campo, y según sea la tierra, así da fruto, del
30%, del 60%, del 100%, se convierte Él mismo en cosecha y en pan partido, pan
tierno, en el que se entrega totalmente para dar la vida por todos los hombres.
Y ante la figura holística, circular, tan propia de la
literatura oriental, no solo me encuentro con el Sembrador que se hace semilla,
cosecha abundante, pan en la cena, entrega total, sino que me sobrecogen otras
muchas figuras, como la del viñador, que se hace viña, vid, copa brindada; el
pastor que se hace Cordero y gracias a su inmolación somos redimidos. Pero aún
es mayor la revelación cuando contemplamos al Creador hecho criatura, a Dios
hecho hombre, para que el hombre alcance la filiación divina.
Quienes comen y beben del banquete del Señor, de su Cena
Pascual, reciben vida y prenda de salvación eterna, si participan con fe en la
Eucaristía.
No nos queda otra respuesta que el agradecimiento, la adoración
y la entrega, porque como diría Santa Teresa de Jesús: “Amor saca amor”. O como
nos dice san Pablo: “Renovaos en la mente y en el espíritu y vestíos de la
nueva condición humana” (Ef 4, 24)
Ángel Moreno de Buenafuente
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