El lunes después de la Pascua, el Evangelio (Cfr. Mt 28,8-15) nos
presenta la narración de las mujeres que, fueron al sepulcro de Jesús, lo
encuentran vacío y ven un Ángel que les anuncia que Él ha resucitado. Y
mientras ellas corren para transmitir la noticia a los discípulos, encuentran a
Jesús mismo que les dice: «Vayan a anunciar a mis hermanos que suban a Galilea:
allí me verán» (v. 10). Galilea es la “periferia” donde Jesús había iniciado su
predicación; y de allí reiniciará en Evangelio de la Resurrección, para que sea
anunciado a todos, y para que cada uno pueda encontrar a Él, al Resucitado,
presente y operante en la historia. También hoy Él está con nosotros aquí en la
plaza.
Por lo tanto, éste es el anuncio que la Iglesia repite desde el
primer día: “¡Cristo ha resucitado!”. Y, en Él, por el Bautismo, también
nosotros hemos resucitado, hemos pasado de la muerte a la vida, de la
esclavitud del pecado a la libertad del amor. Ésta es la buena noticia que
estamos llamados a anunciar a los demás y en todo ambiente, animados por el
Espíritu Santo. La fe en la resurrección de Jesús y la esperanza que Él nos ha
traído es el don más bello que el cristiano puede y debe ofrecer a sus hermanos.
A todos y cada uno, entonces, no nos cansemos de repetir: ¡Cristo ha
resucitado! Repitámoslo todos juntos hoy aquí en la plaza: ¡Cristo ha
resucitado! ¡Todos! ¡Cristo ha resucitado! Una vez más: ¡Cristo ha resucitado!
Repitámoslo con las palabras, pero sobre todo con el testimonio de nuestra
vida. La alegre noticia de la Resurrección debería manifestarse en nuestro
rostro, en nuestros sentimientos y actitudes, en el modo con el cual tratamos a
los demás.
Nosotros anunciamos la resurrección de Cristo cuando su luz
ilumina los momentos oscuros de nuestra existencia y podemos compartirla con
los demás; cuando sabemos sonreír con quien sonríe y llorar con quien llora;
cuando caminamos junto a quien está triste y corre el riesgo de perder la
esperanza; cuando transmitimos nuestra experiencia de fe a quien está en
búsqueda de sentido y de felicidad. Y ahí con nuestra actitud, con nuestro
testimonio, con nuestra vida decimos “Jesús ha resucitado”, con todo el alma.
Estamos en los días de la Octava de Pascua – ocho días –, durante
los cuales nos acompaña el clima gozoso de la Resurrección. Es curioso, la
Liturgia considera la entera Octava como un único día, para ayudarnos a entrar
en el misterio, para que su gracia penetre en nuestro corazón y en nuestra vida.
La Pascua es el evento que ha traído la novedad radical para todo ser humano,
para la historia y para el mundo: es el triunfo de la vida sobre la muerte; es
la fiesta del renacer y de la regeneración. ¡Dejemos que nuestra existencia sea
conquistada y transformada por la Resurrección!
Pidamos a la Virgen Madre, testigo silenciosa de la muerte y de la
resurrección de su Hijo, incrementar en nosotros el gozo pascual. Lo haremos
ahora con la oración del Regina Coeli, que durante el tiempo pascual sustituye
la oración del Ángelus. En esta oración, marcada por el Aleluya, nos dirigimos
a María invitándola a alegrarse, porque a quien llevó en su vientre ha
resucitado como había prometido, y nos encomendamos a su intercesión. En
realidad, nuestra alegría es un reflejo de la alegría de María, porque es Ella
que ha cuidado y conserva con fe los eventos de Jesús. Recitamos pues esta
oración con los sentimientos de hijos que son felices porque su Madre es feliz.
(Traducción del italiano, Renato Martinez - Radio Vaticano)
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