La familia: el matrimonio (I)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Nuestra reflexión sobre el designio originario de Dios sobre la
pareja hombre-mujer, después de haber considerado las dos narraciones del Libro
del Génesis, se dirige ahora directamente a Jesús.
El evangelista Juan, al comienzo de su Evangelio, narra el episodio
de las bodas de Caná, en las cuales estaban presentes la Virgen María y Jesús,
con sus primeros discípulos (cfr. Jn 2, 1-11). ¡Jesús no sólo participó en
aquel matrimonio, sino que “salvó la fiesta” con el milagro del vino! Por lo
tanto, el primero de sus signos prodigiosos, con el cual Él revela su gloria,
lo cumplió en el contexto de un matrimonio y fue un gesto de gran simpatía por
aquella familia naciente, solicitado por el apremio materno de María. Y esto
nos hace recordar el libro del Génesis, cuando Dios terminó la obra de la
creación y hace su obra maestra; la obra maestra es el hombre y la mujer. Y
aquí precisamente Jesús comienza sus milagros, con esta obra maestra, en un
matrimonio, en una fiesta de bodas: un hombre y una mujer. Así Jesús nos enseña
que la obra maestra de la sociedad es la familia: ¡el hombre y la mujer que se
aman! ¡Ésta es la obra maestra!
Desde los tiempos de las bodas de Caná, tantas cosas han cambiado,
pero aquel “signo” de Cristo contiene un mensaje siempre válido.
Hoy, no parece fácil hablar del matrimonio como de una fiesta que
se renueva en el tiempo, en las diversas estaciones de la entera vida de los
cónyuges. Es un hecho que las personas que se desposan son siempre menos. Esto
es un hecho: los jóvenes no quieren casarse. En muchos países en cambio aumenta
el número de las separaciones, mientras disminuye el número de los hijos. La
dificultad para quedarse juntos – ya sea como pareja que como familia – lleva
siempre a romper los vínculos siempre con mayor frecuencia y rapidez, y
precisamente los hijos son los primeros en pagar las consecuencias. Pero
pensemos que las primeras víctimas, las víctimas más importantes, las víctimas
que sufren más en una separación son los hijos. Si experimentas desde pequeño
que el matrimonio es un vínculo “a tiempo determinado”, inconscientemente para
ti será así. En efecto, muchos jóvenes son llevados a renunciar al proyecto
mismo de un vínculo irrevocable y de una familia duradera. Creo que debemos
reflexionar con gran seriedad sobre el porqué tantos jóvenes “no se sienten” de
casarse. Existe esta cultura de lo provisorio…todo es provisorio, parece que no
hay algo definitivo.
Ésta de los jóvenes que no quieren casarse es una de las
preocupaciones que surgen en el día de hoy: ¿por qué los jóvenes no se casan?
¿Por qué a menudo prefieren una convivencia y tantas veces “a responsabilidad
limitada”? ¿Por qué muchos – también entre los bautizados – tienen poca
confianza en el matrimonio y en la familia? Es importante tratar de entender,
si queremos que los jóvenes puedan encontrar el camino justo para recorrer.
¿Por qué no tienen confianza en la familia?
Las dificultades no son sólo de carácter económico, si bien estas
son realmente serias. Muchos consideran que el cambio sucedido en estos últimos
decenios haya sido puesto en marcha por la emancipación de la mujer. Pero ni
siquiera este argumento es válido. ¡Pero ésta es también una injuria! ¡No, no
es verdad! Es una forma de machismo, que siempre quiere dominar a la mujer.
Hacemos el papelón que hizo Adán, cuando Dios le dijo: “¿Pero por qué has
comido la fruta?” Y él: “Ella me la dio”. Es culpa de la mujer. ¡Pobre mujer!
¡Debemos defender a las mujeres, eh! En realidad, casi todos los hombres y las
mujeres querrían una seguridad afectiva estable, un matrimonio sólido y una
familia feliz. La familia está en la cima de todos los índices de agrado entre
los jóvenes; pero, por miedo de equivocarse, muchos no quieren ni siquiera
pensar en ella; no obstante son cristianos, no piensan al matrimonio sacramental,
signo único e irrepetible de la alianza, que se transforma en testimonio de la
fe. Quizás, precisamente este miedo de fracasar es el más grande obstáculo para
acoger la palabra de Cristo, que promete su gracia a la unión conyugal y a la
familia.
El testimonio más persuasivo de la bendición del matrimonio
cristiano es la vida buena de los esposos cristianos y de la familia. ¡No hay
modo mejor para decir la belleza del sacramento! El matrimonio consagrado por
Dios custodia aquel vínculo entre el hombre y la mujer que Dios ha bendecido
desde la creación del mundo; y es fuente de paz y de bien para la entera vida
conyugal y familiar. Por ejemplo, en los primeros tiempos del Cristianismo,
esta gran dignidad del vínculo entre el hombre y la mujer venció un abuso
considerado entonces completamente normal, es decir, el derecho de los maridos
de repudiar a las esposas, también con los motivos más falsos y humillantes. El
Evangelio de la familia, el Evangelio que anuncia precisamente este sacramento
ha vencido esta cultura de repudio habitual.
El germen cristiano de la radical igualdad entre los cónyuges hoy
debe traer nuevos frutos. El testimonio de la dignidad social del matrimonio se
hará persuasivo precisamente por este camino, el camino del testimonio que
atrae, el camino de la reciprocidad entre ellos, de la complementariedad entre
ellos.
Por esto, como cristianos, debemos hacernos más exigentes a este
respecto. Por ejemplo: sostener con decisión el derecho a la igual retribución
por igual trabajo ¿por qué se da por cierto que las mujeres deben ganar menos
que los hombres? ¡No! ¡El mismo derecho! ¡La disparidad es un puro escándalo!
Al mismo tiempo, reconocer como riqueza siempre válida la maternidad de las
mujeres y la paternidad de los hombres, a beneficio sobre todo de los niños.
Igualmente, la virtud de la hospitalidad de las familias cristianas reviste hoy
una importancia crucial, especialmente en las situaciones de pobreza, de
degrado, de violencia familiar.
Queridos hermanos y hermanas, ¡no tengamos miedo de invitar a
Jesús a la fiesta de bodas! Y no tengamos miedo de invitar a Jesús a nuestra
casa, para que esté con nosotros y custodie la familia. ¡Y también a su madre,
María! Los cristianos, cuando se desposan “en el Señor” son transformados en un
signo eficaz del amor de Dios. Los cristianos no se desposan sólo por sí
mismos: se desposan en el Señor en favor de toda la comunidad, de la entera
sociedad.
De esta bella vocación del matrimonio cristiano, hablaré en la
próxima catequesis. Gracias.
(Traducción del italiano: Maria Cecilia Mutual - RV)
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