Ninguna
componenda: o nos dejamos amar «por la misericordia de Dios» o elegimos el
camino «de la hipocresía» y hacemos lo que queremos dejando que nuestro corazón
«se endurezca» cada vez más. Es la historia de la relación entre Dios y el
hombre, desde los tiempos de Abel hasta nuestros días, en el centro de la
reflexión propuesta hoy por el Papa Francisco durante la misa en Santa Marta.
El
Pontífice partió de la oración del salmo responsorial —«No endurezcáis vuestro
corazón»— y se preguntó: «¿Por qué sucede esto?». Para comprenderlo hizo
referencia ante todo a la primera lectura tomada del libro del profeta Jeremías
(7, 23-28) donde está, por decirlo así, sintetizada la «historia de Dios».
Y
nos podríamos preguntar: ¿Cómo, «Dios tiene una historia?». ¿Cómo es posible
visto que «Dios es eterno»? Es verdad, explicó el Papa Francisco, «pero desde
el momento en que Dios entró en diálogo con su pueblo, entró en la historia».
Y
la historia de Dios con su pueblo «es una historia triste» porque «Dios lo dio
todo» y a cambio «sólo recibió cosas malas». El Señor había dicho: «Escuchad mi
voz. Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo. Seguid el camino que os
señalo, y todo os irá bien».
Ese
era el «camino» hacia la felicidad. «Pero ellos no escucharon ni hicieron caso»
y, es más, «caminaron según sus ideas, según la maldad de su obstinado
corazón»: es decir, no querían «escuchar la Palabra de Dios».
Esta
opción, explicó el Papa, caracterizó toda la historia del pueblo de Dios:
«pensemos en el asesinato, en la muerte de Abel, asesinado por su hermano,
corazón malvado de envidia». Sin embargo, a pesar de que el pueblo haya
continuamente «dado la espalda» al Señor, Él afirma: «Yo no me he cansado». Y
envía «con asidua atención» a los profetas.
Aun
así, sin embargo, los hombres no lo escucharon. Es más, se lee en la Escritura,
«endurecieron la cerviz y fueron peores que sus padres». Y «la situación del
pueblo de Dios empeoró, a través de las generaciones».
El
Señor dijo a Jeremías: «Ya puedes repetirles este discurso, seguro que no te
escucharán; ya puedes gritarles, seguro que no te responderán. Aún así les
dirás: “Esta es la gente que no escucha la voz del Señor, su Dios, y no quiso
escarmentar». Y luego, destacó el Papa, añadió una palabra «terrible: “Ha
desaparecido la fidelidad... Vosotros no sois un pueblo fiel”».
Aquí,
comentó el Papa Francisco, parece que Dios llorase: «Te he amado tanto, te he
dado tanto y tú... todo en contra de mí». Un llanto que recuerda el de Jesús
«contemplando Jerusalén». Por lo demás, explicó el Pontífice, «en el corazón de
Jesús estaba toda esta historia, donde la fidelidad había desaparecido».
Una
historia de infidelidad que atañe «nuestra historia personal», porque «nosotros
hacemos nuestra voluntad. Pero haciendo esto, en el camino de la vida seguimos
una senda de endurecimiento: el corazón se endurece, se petrifica. La palabra
del Señor no entra. El pueblo se aleja». Por ello, dijo el Papa, «hoy, en este
día cuaresmal, podemos preguntarnos: ¿Escucho la voz del Señor, o hago lo que
yo quiero, lo que me gusta?».
El
consejo del salmo responsorial –«No endurezcáis vuestro corazón»– se vuelve a
encontrar «muchas veces en la Biblia» donde, para explicar la «infidelidad del
pueblo», se usa a menudo «la figura de la adúltera». El Papa Francisco recordó,
por ejemplo, el pasaje famoso de Ezequiel 16: «Toda una historia de adulterio,
es la tuya. Tú, pueblo, no fuiste fiel a mí, eres un pueblo adúltero». O
también las muchas veces en que Jesús «reprochaba a los discípulos ese corazón
endurecido», como hizo con los de Emaús: «¡Qué necios y torpes sois!».
El
corazón malvado –explicó el Pontífice al recordar que «todos tenemos un
pedacito»– «no nos deja entender el amor de Dios. Nosotros queremos ser
libres», pero «con una libertad que al final nos hace esclavos, y no con la
libertad del amor que nos ofrece el Señor».
Esto,
subrayó el Papa, sucede también en las «instituciones»: por ejemplo, «Jesús
cura a una persona, pero el corazón de estos doctores de la ley, de estos
sacerdotes, de este sistema legal era muy duro, siempre buscaban excusas». Y,
así, le dicen: «Pero, tú arrojas a los demonios en nombre del demonio». Tú eres
un brujo demoníaco.
Son
los legalistas «que creen que la vida de la fe se regula solamente por las
leyes que hacen ellos». Para ellos «Jesús usa esa palabra: hipócritas,
sepulcros blanqueados, muy hermosos por fuera pero por dentro llenos de
podredumbre y de hipocresía».
Lamentablemente,
dijo el Papa Francisco, lo mismo «ocurrió en la historia de la Iglesia».
Pensemos «en la pobre Juana de Arco: hoy es santa. Pobrecita: estos doctores la
quemaron viva, porque decían que era herética». O incluso más cercano en el
tiempo, pensemos «en el beato Rosmini: todos sus libros al Índice. No se podían
leer, era pecado leerlos. Hoy es beato».
Al
respecto el Pontífice destacó que así como «en la historia de Dios con su
pueblo, el Señor enviaba a los profetas para decir que amaba a su pueblo», así
«en la Iglesia, el Señor envía a los santos». Son ellos «los que llevan
adelante la vida de la Iglesia: son los santos. No son los poderosos, no son
los hipócritas».
Son
«el hombre santo, la mujer santa, el niño, el joven santo, el sacerdote santo,
la religiosa santa, el obispo santo...»: es decir, los «que no tienen el
corazón endurecido», sino «siempre abierto a la palabra de amor del Señor», los
que «no tienen miedo de dejarse acariciar por la misericordia de Dios.
Por
eso los santos son hombres y mujeres que comprenden tantas miserias, tantas
miserias humanas, y acompañan al pueblo de cerca. No desprecian al pueblo».
Con
este pueblo que «perdió la fidelidad» el Señor es claro: «El que no está
conmigo, está contra mí». Alguien podría preguntar: «¿Pero no existirá otro
camino de componenda, un poco de aquí y un poco de allá?». No, dijo el
Pontífice, «o estás en la senda del amor, o estás en la senda de la hipocresía.
O te dejas amar por la misericordia de Dios, o haces lo que quieres según tu
corazón, que se endurece cada vez más por esta senda».
No
existe, afirmó, «una tercera senda posible: o eres santo, o vas por el otro
camino». Y quien «no recoge» con el Señor, no sólo «deja las cosas», sino
«peor: desparrama, arruina. Es un corruptor. Es un corrupto, que corrompe».
Por
esta infidelidad «Jesús llora por Jerusalén» y «por cada uno de nosotros». En
el capítulo 23 de san Mateo, recordó el Papa concluyendo, se lee una maldición
«terrible» contra los «dirigentes que tienen el corazón endurecido y quieren
endurecer el corazón del pueblo».
Dice
Jesús: «Así recaerá sobre vosotros toda la sangre inocente derramada sobre la
tierra, desde la sangre de Abel. Serán culpables de tanta sangre inocente,
derramada por su maldad, su hipocresía, su corazón corrupto, endurecido,
petrificado».
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