Miremos como a hijos
a aquellos sobre los cuales debemos ejercer alguna autoridad. Pongámonos a su
servicio, a imitación de Jesús, el cual vino para obedecer y no para mandar, y
avergoncémonos de todo lo que pueda tener incluso apariencia de dominio; si algún
dominio ejercemos sobre ellos, ha de ser para servirlos mejor.
Este era el modo de obrar de Jesús con los
apóstoles, ya que era paciente con ellos, a pesar de que eran ignorantes y
rudos, e incluso poco fieles; también con los pecadores se comportaba con
benignidad y con una amigable familiaridad, de tal modo que era motivo de
admiración para unos, de escándalo para otros, pero también ocasión de que
muchos concibieran la esperanza de alcanzar el perdón de Dios. Por esto, nos
mandó que fuésemos mansos y humildes de corazón.
Son hijos nuestros, y, por esto, cuando corrijamos
sus errores, hemos de deponer toda ira o, por lo menos, dominarla de tal manera
como si la hubiéramos extinguido totalmente.
Mantengamos sereno nuestro espíritu, evitemos el
desprecio en la mirada, las palabras hirientes; tengamos comprensión en el
presente y esperanza en el futuro, como conviene a unos padres de verdad, que
se preocupan sinceramente de la corrección y enmienda de sus hijos.
En los casos más graves, es mejor rogar a Dios con
humildad que arrojar un torrente de palabras, ya que éstas ofenden a los que
las escuchan, sin que sirvan de provecho alguno a los culpables.
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