De las Cartas de San León Magno , papa ( Epist . 28 ad Flavianum , 3-4: PL 54, 763-767)
"La bajeza fue asumida por la majestad, la debilidad por el poder, la mortalidad por la eternidad. Para saldar la deuda de nuestra condición humana, la naturaleza inviolable se unió a la naturaleza posible, con el fin de que, como lo exigía nuestra salvación, el único y mismo «mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús», tuviera, a un mismo tiempo, la posibilidad de morir, en lo que le corresponde como hombre, y la imposibilidad de morir, en lo que le corresponde como Dios.
Así, pues, el Dios verdadero nació con una naturaleza humana íntegra y perfecta, manteniendo intacta su propia condición divina y asumiendo totalmente la naturaleza humana, es decir, la que creó Dios al principio y que luego hizo suya para restaurarla.
Pues aquella que introdujo el Engañador y que admitió el hombre engañado, no afectó lo más mínimo al Salvador. Ni del hecho de que haya participado de la debilidad de los hombres, se sigue que haya participado de nuestros delitos.
Asumió la forma de siervo sin la mancha del pecado, enriqueciendo lo humano sin empobrecer lo divino. Pues, el anonadamiento, por el que se manifestó visiblemente quien de por sí era invisible, y por el que aceptó la condición común de los mortales quien era el creador y Señor de todas las cosas, fue una inclinación de su misericordia, no una pérdida de su poder. Por lo tanto, el que subsistiendo en la categoría de Dios hizo al hombre, ese mismo se hizo hombre en la condición de esclavo.
Entra, pues, en lo más bajo del mundo el Hijo de Dios, descendiendo del trono celeste pero sin alejarse de la gloria del Padre, engendrado de una manera nueva por una nueva natividad.
De una nueva forma, porque, invisible por naturaleza, se ha hecho visible en nuestra naturaleza; incomprensible, ha querido ser comprendido; el que permanecía fuera del tiempo ha comenzado a existir en el tiempo; dueño del universo, ha tomado la condición de esclavo ocultando el resplandor de su gloria; el impasible, no desdeñó hacerse hombre pasible, y el inmortal, someterse a las leyes de la muerte.
El mismo que es Dios verdadero, es también hombre verdadero. No hay en esta unión engaño alguno, pues la limitación humana y la grandeza de Dios se relacionan de modo inefable.
Al igual que Dios no cambia cuando se compadece, tampoco el hombre queda consumido por la dignidad divina. Cada una de las dos formas actúa en comunión con la otra, haciendo cada una lo que le es propio: el Verbo actúa lo que compete al Verbo, y la carne realiza lo propio de la carne.
La forma de Dios resplandece en los milagros, la forma de siervo soporta los ultrajes. Y de la misma forma que el Verbo no se aleja de la igualdad de la gloria del Padre, tampoco su carne pierde la naturaleza propia de nuestro linaje.
Es uno y el mismo, verdadero Hijo de Dios y verdadero hijo del hombre. Dios porque «en el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios»; hombre porque la «Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros». "
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