La Eucaristía, que nos disponemos a celebrar, nos
lleva hoy espiritualmente al Tabor, junto a los apóstoles Pedro, Santiago y
Juan, para admirar extasiados el resplandor del Señor transfigurado. En el
acontecimiento de la Transfiguración contemplamos el encuentro misterioso entre
la historia, que se construye diariamente, y la herencia bienaventurada, que
nos espera en el cielo, en la unión plena con Cristo, alfa y omega, principio y
fin.
A nosotros, peregrinos en la tierra, se nos concede gozar de la compañía del Señor
transfigurado, cuando nos sumergimos en las cosas del cielo, mediante la
oración y la celebración de los misterios divinos. Pero, como los discípulos, también nosotros
debemos descender del Tabor a la existencia diaria, donde los acontecimientos
de los hombres interpelan nuestra fe. En el monte hemos visto; en los caminos
de la vida se nos pide proclamar incansablemente el Evangelio, que ilumina los
pasos de los creyentes.
Esta profunda convicción espiritual guió toda la
misión eclesial de mi venerado predecesor, el siervo de Dios Pablo VI, que
volvió a la casa del Padre precisamente en la fiesta de la Transfiguración,
hace veintiún años. En el Ángelus que debía rezar aquel día, el 6 de agosto de
1978, afirmaba: «La solemnidad de hoy proyecta una luz deslumbrante sobre
nuestra vida diaria y nos lleva a dirigir la mente al destino inmortal que este
hecho esconde» (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de
agosto de 1978, p. 3).
¡Sí! Nos recuerda Pablo VI: hemos sido creados para la
eternidad, y la eternidad comienza ya desde ahora, puesto que el Señor está en
medio de nosotros, vive con su Iglesia y en ella.
Mientras con íntima emoción hacemos
memoria este inolvidable predecesor mío en la sede de Pedro, oremos a fin de
que todos los cristianos obtengan de la contemplación de Cristo, «resplandor de
la gloria del Padre e impronta de su sustancia» (Hb 1, 3), valentía
y constancia para anunciarlo y testimoniarlo fielmente con palabras y obras.
María, Madre solícita y diligente, nos ayude a ser destello de la luz salvífica
de su Hijo Jesús.
Juan Pablo II
Juan Pablo II
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