Jesús llama a seguirle personalmente.
Podemos decir que esta llamada está en el centro mismo del Evangelio.
Por una parte Jesús lanza esta llamada; por otra oímos hablar a los
Evangelistas de hombres que lo siguen, y aún más, de algunos de ellos que lo
dejan todo para seguirlo.
Pensemos en todas las llamadas de las que
nos han dejado noticia los Evangelistas: “Un discípulo le dijo: Señor,
permíteme ir primero a sepultar a mi padre; pero Jesús le respondió: Sígueme y
deja a los muertos sepultar a sus muertos” (Mt 8, 21-22): forma
drástica de decir: déjalo todo inmediatamente por Mí. Esta es la redacción de
Mateo. Lucas añade la connotación apostólica de esta vocación: “Tú vete y
anuncia el reino de Dios” (Lc 9, 60). En otra ocasión, al pasar
junto a la mesa de los impuestos, dijo y casi impuso a Mateo, quien nos
atestigua el hecho: “Sígueme. Y él, levantándose lo siguió” (Mt 9,
9; cf. Mc 2, 13-14).
Seguir a Jesús significa muchas veces no
sólo dejar las ocupaciones y romper los lazos que hay en el mundo, sino también
distanciarse de la agitación en que se encuentra e incluso dar los propios
bienes a los pobres. No todos son capaces de hacer ese desgarrón radical: no lo
fue el joven rico, a pesar de que desde niño había observado la ley y quizá
había buscado seriamente un camino de perfección, pero “al oír esto (es decir,
la invitación de Jesús), se fue triste, porque tenía muchos bienes” (Mt 19, 22; Mc 10, 22). Sin embargo,
otros no sólo aceptan el “Sígueme”, sino que, como Felipe de Betsaida, sienten
la necesidad de comunicar a los demás su convicción de haber encontrado al
Mesías (cf. Jn 1, 43 ss.). Al mismo
Simón es capaz de decirle desde el primer encuentro: “Tú serás llamado Cefas
(que quiere decir, Pedro)” (Jn 1, 42). El Evangelista
Juan hace notar que Jesús “fijó la vista en él”: en esa mirada intensa estaba
el “Sígueme” más fuerte y cautivador que nunca. Pero parece que Jesús, dada la
vocación totalmente especial de Pedro (y quizá también su temperamento
natural), quiera hacer madurar poco a poco su capacidad de valorar y aceptar
esa invitación. En efecto, el “Sígueme” literal llegará para Pedro después del
lavatorio de los pies, durante la última Cena (cf. Jn 13, 36), y luego, de
modo definitivo, después de la resurrección, a la orilla del lago de Tiberíades
(cf. Jn 21, 19).
No cabe duda que Pedro y los Apóstoles
—excepto Judas— comprenden y aceptan la llamada a seguir a Jesús como una
donación total de sí y de sus cosas para la causa del anuncio del reino de
Dios. Ellos mismos recordarán a Jesús por boca de Pedro: “Pues nosotros lo
hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mt 19, 27). Lucas añade:
“todo lo que teníamos” (Lc 18, 28). Y el mismo
Jesús parece que quiere precisar de “qué” se trata al responder a Pedro. “En
verdad os digo que ninguno que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres e
hijos por amor al reino de Dios dejará de recibir mucho más en este siglo, y la
vida eterna en el venidero” (Lc 18, 29-30).
En Mateo se especifica también el dejar
hermanas, madre, campos “por amor de mi nombre”; a quien lo haya hecho Jesús le
promete que “recibirá el céntuplo y heredará la vida eterna” (Mt 19, 29).
En Marcos hay una especificación posterior
sobre el abandonar todas las cosas “por mí y por el Evangelio”, y sobre la
recompensa: “El céntuplo ahora en este tiempo en casas, hermanos, hermanas,
madre e hijos y campos, con persecuciones, y la vida eterna en el siglo
venidero” (Mc10, 29-30).
Dejando a un lado de momento el lenguaje
figurado que usa Jesús, nos preguntamos: ¿Quién es ese que pide que lo sigan y
que promete a quien lo haga darle muchos premios y hasta “la vida eterna”?
¿Puede un simple Hijo del hombre prometer tanto, y ser creído y seguido, y
tener tanto atractivo no sólo para aquellos discípulos felices, sino para
millares y millones de hombres en todos los siglos?
En
realidad los discípulos recordaron bien la autoridad con que Jesús les había
llamado a seguirlo sin dudar en pedirles una dedicación radical, expresada en
términos que podían parecer paradójicos, como cuando decía que había venido a
traer “no la paz, sino la espada”, es decir, a separar y dividir a las mismas
familias para que lo siguieran, y luego afirmaba: “El que ama al padre o a la
madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama al hijo o
a la hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en
pos de mí, no es digno de mí” (Mt 10, 37-38). Aún es más
fuerte y casi dura la formulación de Lucas: “Si alguno viene a mí y no aborrece a(expresión del hebreo
para decir: no se aparte de) su padre, su madre, su mujer, sus hermanos, sus
hermanas y aún su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 26).
Ante estas expresiones de Jesús no podemos
dejar de reflexionar sobre lo excelsa y ardua que es la vocación cristiana. No
cabe duda que las formas concretas de seguir a Cristo están graduadas por Él
mismo según las condiciones, las posibilidades, las misiones, los carismas de
las personas y de los grupos. Las palabras de Jesús, como Él dice, son
“espíritu y vida” (cf. Jn 6, 63), y no podemos
pretender concretarlas de forma idéntica para todos.
Pero según Santo Tomás de
Aquino, la exigencia evangélica de renuncias heroicas como las de los consejos
evangélicos de pobreza, castidad y renuncia de sí por seguir a Jesús —y podemos
decir igual de la oblación de sí mismo en el martirio, antes que traicionar la
fe y el seguimiento de Cristo— compromete a todos “secundum praeparationem
animi” (cf. S. Th. II-II q. 184, a. 7, ad
1), o sea, según la disponibilidad del espíritu para cumplir lo que se le pide
en cualquier momento que se le llame, y por lo tanto comportan para todos un
desapego interior, una oblación, una autodonación a Cristo, sin las cuales no
hay un verdadero espíritu evangélico.
Del mismo Evangelio podemos deducir que
hay vocaciones particulares, que dependen de una elección de Cristo: como la de
los Apóstoles y de muchos discípulos, que Marcos señala con bastante claridad
cuando escribe: “Subió a un monte, y llamando a los que quiso, vinieron a Él, y
designó a doce para que lo acompañaran...” (Mc 3, 13-14). El mismo
Jesús, según Juan, dice a los Apóstoles en el discurso final: “No me habéis
elegido vosotros a mí, sino yo os he elegido a vosotros...” (Jn 15, 16).
No se deduce que Él condenara
definitivamente al que no aceptó seguirlo por un camino de total dedicación a
la causa del Evangelio (cf. el caso de joven rico: Mc 10, 17-27). Hay algo más
que pone en juego la libre generosidad de cada uno. Pero no hay duda que la
vocación a la fe y al amor cristiano es universal y obligatoria: fe en la
Palabra de Jesús, amor a Dios sobre todas las cosas y también al prójimo como a
nosotros mismos, porque “el que no ama a su hermano a quien ve, no es posible
que ame a Dios a quien no ve” (1 Jn 4, 20).
Jesús, al establecer la exigencia de la
respuesta a la vocación a seguirlo, no esconde a nadie que su seguimiento
requiere sacrificio, a veces incluso el sacrificio supremo. En efecto, dice a
sus discípulos: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su
cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida la perderá, y el que pierda su
vida por mí la salvará...” (Mt 16, 24-25).
Marcos subraya que Jesús había convocado
con los discípulos también a la multitud, y habló a todos de la renuncia que
pide a quien quiera seguirlo, de cargar con la cruz y de perder la vida “por mi
y el Evangelio” (Mc 8, 34-35). (Y esto después de haber
hablado de su próxima pasión y muerte! (cf. Mc 8, 31-32).
Pero, al mismo tiempo, Jesús proclama
la bienaventuranza de los que son perseguidos “por amor del Hijo del hombre” (Lc 6, 22): “Alegraos y
regocijaos, porque grande será en los cielos vuestra recompensa” (Mt 5, 12).
Y nosotros nos preguntamos una vez más:
¿Quién es éste que llama con autoridad a seguirlo, predice odio, insultos y
persecuciones de todo género (cf. Lc 6, 22), y promete
“recompensa en los cielos”? Sólo un Hijo del hombre que tenía la conciencia de
ser Hijo de Dios podía hablar así. En este sentido lo entendieron los Apóstoles
y los discípulos, que nos transmitieron su revelación y su mensaje. En este
sentido queremos entenderlo nosotros también, diciéndole de nuevo con el
Apóstol Tomás: “Señor mío y Dios mío”.
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