Que nuestra alma, iluminada por el Espíritu de verdad, reciba
con puro y libre corazón la gloria de la cruz, que irradia por cielo y tierra,
y trate de penetrar interiormente lo que el Señor quiso significar cuando,
hablando de la pasión cercana, dijo: Ha llegado la hora de que sea glorificado
el Hijo del hombre. Y más adelante: Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? Padre, líbrame de esta
hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica a tu Hijo. Y
como se oyera la voz del Padre, que decía desde el cielo: Lo he glorificado y
volveré a glorificarlo, dijo Jesús a los que lo rodeaban: Esta voz no ha venido
por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe
de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra
atraeré a todos hacia mí. [...]
Aquí radica la maravillosa misericordia
de Dios para con nosotros: en que Cristo no murió por los justos ni por los
santos, sino por los pecadores y por los impíos; y, como la naturaleza divina
no podía sufrir el suplicio de la muerte, tomó de nosotros, al nacer, lo que
pudiera ofrecer por nosotros.
Efectivamente, en tiempos
antiguos, Dios amenazaba ya a nuestra muerte con el poder de su muerte,
profetizando por medio de Óseas: Oh muerte, yo seré tu muerte; yo seré tu
ruina, infierno. En efecto, si Cristo, al morir, tuvo que acatar la ley del
sepulcro, al resucitar, en cambio, la derogó, hasta tal punto que echó por
tierra la perpetuidad de la muerte y la convirtió de eterna en temporal, ya que
si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida.
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