Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! En la segunda Lectura de
este domingo, San Pablo afirma: “Así que, no se gloríe nadie en los hombres,
pues todo es suyo: ya sea Pablo, Apolo, Cefas (es decir, Pedro), el mundo, la
vida, la muerte, el presente, el futuro, todo es suyo; y ustedes, de Cristo y
Cristo de Dios” (1 Cor 3,23). ¿Por qué dice esto el Apóstol? Porque el
problema que el Apóstol se encuentra es el de las divisiones en la comunidad de
Corinto, donde se habían formado grupos que se referían a los diversos
predicadores considerándolos jefes; decían: “Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo
de Cefas…” (1, 12). San Pablo explica que este modo de pensar está equivocado,
porque la comunidad no pertenece a los apóstoles, sino que son ellos los que
pertenecen a la comunidad; pero la comunidad, toda entera, ¡pertenece a Cristo!
De esta pertenencia
deriva que en las comunidades cristianas – diócesis, parroquias, asociaciones,
movimientos – las diferencias no pueden contradecir el hecho de que todos, por
el Bautismo, tenemos la misma dignidad: todos, en Jesucristo, somos hijos de
Dios. Y ésta es nuestra dignidad: en Jesucristo somos hijos de Dios. Aquellos
que han recibido un ministerio de guía, de predicación, de administrar los
Sacramentos, no deben considerarse propietarios de poderes especiales, sino
ponerse al servicio de la comunidad, ayudándola a recorrer con alegría el
camino de la santidad.
Hoy la Iglesia
encomienda el testimonio de este estilo de vida pastoral a los nuevos
Cardenales, con quienes celebré esta mañana la Santa Misa. Podemos saludar
todos a los nuevos cardenales con un aplauso, ¡saludémoslos a todos!. El
Consistorio de ayer y la Celebración Eucarística de hoy nos han ofrecido una
ocasión preciosa para experimentar la catolicidad, la universalidad de la
Iglesia, bien representada por la variada procedencia de los miembros del
Colegio Cardenalicio, reunidos en estrecha comunión en torno al Sucesor de
Pedro.
Y que el Señor nos dé la gracia de trabajar por la unidad de la Iglesia,
de construir esta unidad, porque la unidad es más, más importante que los
conflictos. La unidad de la Iglesia está en Cristo. Los conflictos son
problemas que no siempre son “de Cristo”.
¡Que los momentos
litúrgicos y de fiesta, que hemos tenido la oportunidad de vivir en el curso de
las últimas dos jornadas, refuercen en todos nosotros la fe, el amor por Cristo
y por su Iglesia! También los invito a sostener a estos Pastores y a asistirlos
con la oración, a fin de que guíen siempre con celo al pueblo que les ha sido
encomendado, mostrando a todos la ternura y el amor del Señor. Pero, ¡cuánta
necesidad de oración tiene un Obispo, un Cardenal, un Papa, para que pueda
ayudar a seguir adelante al pueblo de Dios! Digo “ayudar”, es decir, servir al
pueblo de Dios. Porque la vocación del Obispo, del Cardenal y del Papa es,
justamente, ésta: ser servidor, servir en nombre de Cristo. Recen por nosotros
para que todos seamos buenos servidores, buenos “servidores” no buenos
“patrones”. Todos juntos, Obispos, presbíteros, personas consagradas y fieles
laicos debemos ofrecer el testimonio de una Iglesia fiel a Cristo, animada por
el deseo de servir a los hermanos y dispuesta a salir al encuentro con coraje
profético de las expectativas y exigencias espirituales de los hombres y de las
mujeres de nuestro tiempo. Que la Virgen nos acompañe y nos proteja en este
camino.
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