El mundo ama los aplausos, los reflectores, los ruidos, los niveles de
audiencia. El mundo quiere victorias fáciles y deslumbrantes. El mundo ensalza
humos vacíos.
El modo de trabajar de Dios es muy diferente. Escoge formas sencillas,
humildes, cercanas, íntimas. Busca servidores abnegados y alegres, asequibles y
cercanos, amantes del silencio fecundo.
Por eso donde hay mucho ruido la acción de Dios no encuentra caminos para
llegar a los corazones. Su gracia llama, discretamente, a la puerta de los
corazones, y luego espera.
Sorprende ese modo humilde de la acción divina. Tan humilde que nació en un
pueblo de pobres y vivió entre los pobres. Tan humilde que dialogaba con los
sabios sin deslumbrarles. Tan humilde que aceptó morir entre los malhechores.
Tan humilde que sigue presente, en silencio, en miles de sagrarios.
En un mundo de mensajes y de "amigos", de fotos y de textos, de
músicas y de aplausos, el trabajo humilde de Dios pasa, para muchos,
desapercibido. Pero no para quien se deja tocar por su ternura y le permite
entrar en la propia casa para cenar y hablar juntos (cf. Ap 3,20).
Un servicio ofrecido a unos hombres cansados y hambrientos, unas brasas y unos
peces junto a la orilla (cf. Jn 21). Así de sencillo y así de cercano. El mismo
servicio que millones de pecadores, en cualquier momento, podemos recibir al
invocar el don de la misericordia en el sacramento de la confesión, y el don
del Pan que da la vida en la Eucaristía
P. Fernando Pascual
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