Partir de la mirada atenta y creativa para
comprenderme a mí y a los demás. Ser consciente de la existencia propia –autoconciencia–, para que a partir de
ella, uno sea capaz de conocer otras realidades –alteridad– y una vez
conocidas, poder trascenderlas.
En el quehacer del día a día vemos que aquello que
deseamos, aquello que intentamos alcanzar es, en la gran mayoría de los casos,
algo de lo que adolecemos –en ese preciso momento cuando empieza la vida moral
de la persona–. En la carestía –indigencia– en la sensación de impotencia, de
no plenitud. Como si tratásemos de llenar un paso de agua inútilmente ya que
éste está lleno de pequeños agujeros por donde se pierde el agua. Es esta la
sensación con la que uno comienza a vivir moralmente.
Según Santo Tomás de Aquino, de esto trata la
moralidad, del deseo insaciable de llenar nuestro corazón; es éste mismo deseo
del que parte toda intención. “Es necesario, por tanto, que el fin último colme de
tal modo los deseos del hombre, que no excluya nada deseable. Y esto no puede
darse si requiere, para ser perfecto, algo distinto de él.” 1
Como si de un cuento infantil se tratase, así ocurre
en la vida moral, llevarnos a la última morada, la unión con algo tan bueno que
por serlo ponga fin a nuestros deseos. Ese “objeto de bondad” ha de ser tan
sumamente bueno y perfecto que satisfaga todas nuestras apetencias y por ende
nuestro ser. Todo lo realmente bueno, lo verdaderamente bueno recibe3 dicha bondad de lo perfecto y de lo
perfectamente bueno.
Cuando anteriormente hemos hablado de la
“adolescencia”– como sustantivo de adolecer– de lo deseado cabe destacar la
paradoja que existe en el deseo.
Por una parte la apertura de la persona –el deseante–
hacia el infinito –deseo inalcanzable– y la existencia limitada –finita– el
origen de este– origen en una existencia limitada–. Así pues reconocer la
imposibilidad de alcanzar el deseo a pesar de que uno alcance deseos parciales,
es decir, que el deseo más íntimo –finito– le anima a llegar algo más allá
–infinito– de su propia capacidad limitada.
Por otro lado existe la imposibilidad de negar el
deseo como algo propio del hombre – el “quid” de la cuestión será ver la
importancia y el papel que desarrolla este deseo dentro de la dinámica del
actuar en la persona.
Observar la naturaleza humana, – lo que uno hace, cómo
lo hace, por qué lo hace…– no para llegar a controlar al hombre sino para
entenderlo. Como el arquitecto que, antes de ponerse a dibujar su próximo
proyecto arquitectónico, comprueba que tiene todas las herramientas necesarias.
Comprueba que el lápiz está bien afilado y que dispone de papel suficiente para
acometer la empresa que desea. El arquitecto conoce cada pequeño detalle del
encargo que quiere proyectar: la normativa, la resistencia de los materiales,
el manejo de la luz y de los volúmenes. En este caso el arquitecto observa su
propio quehacer como un fin: evocar el espacio idóneo; nuestra mirada atenta al
comportamiento es distinta a la mirada del arquitecto, nosotros no queremos
evocar espacios sugerentes sino sólo comprendernos.
Si la mirada del arquitecto pretendía alcanzar el fin
de construir un proyecto, la nuestra ha de ser concebida como el fin; el fin
como el timón de la vida moral2 de la persona. Todo lo que hace una persona
tiene posee un fin, siempre existe un “para” al final de cada acción humana. En
este sentido deberíamos llamarnos a nosotros “mismos finalistas”.
Sobre los propósitos. ¿Cuáles son mis propósitos?,
¿cómo han de ser? si observo, si atiendo a mis propósitos puedo ver que algunos
poseen una mayor relevancia que otros. Lo realmente importante no sólo es el
tiempo sino los modos y los medios que dedicamos de nuestra vida en conseguir
alcanzar cada uno de ellos. En esta línea encontramos dos situaciones extremas
–a mi juicio bastante peligrosas– en las personas.
1. La pérdida de vista de un fin unitario e integrador.
La persona autómata que pierde por completo el sentido
del propósito que buscaba anteriormente. Esto no significa que la persona que
alcanza un propósito y en ausencia de otro propósito, se viene abajo sino de la
persona que, teniendo un propósito que todavía no ha alcanzado, pierde el
apetito por conseguirlo y alcanzarlo.
2. La sustitución de un gran propósito inalcanzable por
infinidad de pequeños propósitos fácilmente alcanzables.
Este caso puede ser consecuencia de lo anterior, una
alternativa para no caer en dicha situación. En vista de poder perder de vista
único propósito, sustituye por una serie de propósitos menores cuya conclusión
producen placer directamente proporcional al tiempo empleado en conseguirlo.
La intención como una disposición, un tender hacia,
una tensión que pone en relación dos elementos. Cada acto nace del fin que está
llamado a realizar. Existe en la acción –podemos decir– una participación
previa del fin último de la misma –como si de un breve bosquejo previo se
tratase–. Antes de ponerse uno a dibujar un paisaje, la visión de los distintos
elementos compositivos, los colores, la luz, los reflejos… como si estas
percepciones previas me adelantaran cosas del fin que pretendo. Pero además es
el acto el que crece alrededor de su intención. En tensión, así pues, perfila
nuestros actos pero su vez nos delimita nosotros mismos. En consecuencia, la intención
principal en nuestra vida delimita aquello a lo que más inclinados estamos, en
definitiva, lo que más amamos. Dice Blondel que en nuestras acciones siempre
subyace algo más grande. La acción promete algo que va más allá de ella misma.
Así, una acción tan sencilla como es dibujar tiene esa dimensión de
trascendencia. Ese “más” unido a toda acción humana indica que el dinamismo de
la acción humana es trascendente; la acción siempre transporta al hombre a algo
más que la propia acción. Ese añadido que necesitamos, no tenemos otra forma de
buscarlo sino a través de nuestras propias acciones. La persona alcanza
la meta a través de sus acciones, no de otra forma; de unas acciones que
siempre tienen un valor de promesa de cara al futuro. La acción se hace en el
presente, pero siempre enraizada en el pasado que conocemos y siempre de cara a
la construcción del futuro que deseamos. En la acción, que siempre es presente,
nos jugamos nuestro destino, que siempre es futuro. No nos es posible abrirnos
a la promesa que nos ofrece el futuro si no es a través de la acción presente.
Ahora bien nuestra vida, nuestras apetencias, nuestras intenciones no están
dirigidos a plasmar el paisaje de antes sobre el lienzo, sino que existe una
inclinación mucho mayor, un amor hacia algo que va más allá.
El objeto, en definitiva, no tiene que ver con la
intención propia de uno, sino con el fin próximo del acto, y tiene un contenido
objetivo que se determina racionalmente. Aunque evidentemente también hay una
dimensión subjetiva, el objeto no es lo que yo quiera. En el objeto hay
una integración del aspecto objetivo y del aspecto subjetivo de la acción. En
la acción humana no hay objetivismo, pero sí una objetividad. En la
acción humana hay una “objetividad en la subjetividad”: objetividad y
subjetividad no se oponen dialécticamente, como en un conflicto, sino que se
armonizan.
Notas
1 Summa Theologiae I–II, 1, 5.
2 La moralidad no nace necesariamente de la situación de indigencia sino que también puede empezar con el deseo de mantener lo bueno.
3 Esta “recepción” pudiera ser comprendida como donación o participación. El bien perfecto perfecciona sin perder ninguna perfección.
Fuente: Seminario Conciliar de Madrid
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