¡Queridos hermanos y
hermanas, buenos días!
este segundo domingo de Adviento cae en el día de la fiesta de la Inmaculada Concepción de María, y entonces nuestra mirada es atraída por la belleza de la Madre de Jesús, ¡nuestra Madre!
este segundo domingo de Adviento cae en el día de la fiesta de la Inmaculada Concepción de María, y entonces nuestra mirada es atraída por la belleza de la Madre de Jesús, ¡nuestra Madre!
Con gran alegría la Iglesia la
contempla «llena de gracia» (Lc 1,28), así como Dios la ha mirado desde el
primer instante en su diseño de amor. María nos sostiene en nuestro camino
hacia la Navidad, porque nos enseña cómo vivir este tiempo de Adviento en
espera del Señor.
El Evangelio de san Lucas nos presenta a una muchacha de Nazaret,
pequeña localidad de Galilea, en la periferia del impero romano y también en la
periferia de Israel. Sin embargo sobre ella se posó la mirada del Señor, que la
eligió para ser la madre de su Hijo. En vista de esta maternidad, María fue
preservada del pecado original, o sea de aquella fractura en la comunión con
Dios, con los demás y con la creación que hiere profundamente a todo ser
humano. Pero esta fractura fue sanada anticipadamente en la Madre de Aquel que
ha venido a liberarnos de la esclavitud del pecado.
La Inmaculada está inscrita
en el diseño de Dios; es fruto del amor de Dios que salva al mundo.
Y la Virgen jamás se alejó de aquel amor: toda su vida, todo su ser es un “si” a Dios. ¡Pero ciertamente no ha sido fácil para ella! Cuando el Ángel la llama «llena de gracia» (Lc 1,28), ella permanece «muy turbada», porque en su humildad se siente una nulidad ante Dios. El Ángel la consuela: «No temas, María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús» (v. 30). Este anuncio la confunde aún más, también porque todavía no se ha casado con José; pero el Ángel agrega: « El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios» (v. 35). María escucha, obedece interiormente y responde: « Yo soy la sierva del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho» (v. 38).
Y la Virgen jamás se alejó de aquel amor: toda su vida, todo su ser es un “si” a Dios. ¡Pero ciertamente no ha sido fácil para ella! Cuando el Ángel la llama «llena de gracia» (Lc 1,28), ella permanece «muy turbada», porque en su humildad se siente una nulidad ante Dios. El Ángel la consuela: «No temas, María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús» (v. 30). Este anuncio la confunde aún más, también porque todavía no se ha casado con José; pero el Ángel agrega: « El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios» (v. 35). María escucha, obedece interiormente y responde: « Yo soy la sierva del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho» (v. 38).
El misterio de esta muchacha de Nazaret, que
está en el corazón de Dios, no nos es extraño. ¡De hecho Dios posa su mirada de
amor sobre cada hombre y cada mujer! El Apóstol Pablo afirma que Dios «nos ha
elegido en él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e
irreprochables» (Ef 1,4). También nosotros, desde siempre, hemos sido elegidos
por Dios para vivir una vida santa, libre del pecado. Es un proyecto de amor
que Dios renueva cada vez que nosotros nos acercamos a Él, especialmente en los
Sacramentos.
En esta fiesta, entonces, contemplando a nuestra Madre Inmaculada, bella, reconozcamos también nuestro destino verdadero, nuestra vocación más profunda: ser amados, ser transformados por el amor. Mirémosla, y dejémonos mirar por ella; para aprender a ser más humildes, y también más valientes en el seguir la Palabra de Dios; para acoger el tierno abrazo de su Hijo Jesús, un abrazo que nos da vida, esperanza y paz.
(Traducción del italiano: Raúl Cabrera-Radio vaticano)
En esta fiesta, entonces, contemplando a nuestra Madre Inmaculada, bella, reconozcamos también nuestro destino verdadero, nuestra vocación más profunda: ser amados, ser transformados por el amor. Mirémosla, y dejémonos mirar por ella; para aprender a ser más humildes, y también más valientes en el seguir la Palabra de Dios; para acoger el tierno abrazo de su Hijo Jesús, un abrazo que nos da vida, esperanza y paz.
(Traducción del italiano: Raúl Cabrera-Radio vaticano)
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