viernes, 10 de mayo de 2013

LA ASCENSIÓN DE JESÚS AL CIELO


Queridos hermanos y hermanas:
Cuarenta días después de la Resurrección —según el libro de los Hechos de los Apóstoles—, Jesús sube al cielo, es decir, vuelve al Padre, que lo había enviado al mundo. 

La Ascensión del Señor marca el cumplimiento de la salvación iniciada con la Encarnación. Después de haber instruido por última vez a sus discípulos, Jesús sube al cielo (cf. Mc 16, 19). Él entretanto «no se separó de nuestra condición» (cf. Prefacio); de hecho, en su humanidad asumió consigo a los hombres en la intimidad del Padre y así reveló el destino final de nuestra peregrinación terrena. 

Del mismo modo que por nosotros bajó del cielo y por nosotros sufrió y murió en la cruz, así también por nosotros resucitó y subió a Dios, que por lo tanto ya no está lejano. 

San León Magno explica que con este misterio «no solamente se proclama la inmortalidad del alma, sino también la de la carne. De hecho, hoy no solamente se nos confirma como poseedores del paraíso, sino que también penetramos en Cristo en las alturas del cielo» (De Ascensione Domini, Tractatus 73, 2.4: ccl 138 a, 451.453). Por esto, los discípulos cuando vieron al Maestro elevarse de la tierra y subir hacia lo alto, no experimentaron desconsuelo, como se podría pensar; más aún, sino una gran alegría, y se sintieron impulsados a proclamar la victoria de Cristo sobre la muerte (cf. Mc 16, 20). Y el Señor resucitado obraba con ellos, distribuyendo a cada uno un carisma propio. Lo escribe también san Pablo: «Ha dado dones a los hombres... Ha constituido a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y doctores... para la edificación del cuerpo de Cristo; hasta que lleguemos todos... a la medida de Cristo en su plenitud» (Ef 4, 8.11-13).
Queridos amigos, la Ascensión nos dice que en Cristo nuestra humanidad es llevada a la altura de Dios; así, cada vez que rezamos, la tierra se une al cielo. Y como el incienso, al quemarse, hace subir hacia lo alto su humo, así cuando elevamos al Señor nuestra oración confiada en Cristo, esta atraviesa los cielos y llega a Dios mismo, que la escucha y acoge.

En la célebre obra de san Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, leemos que «para alcanzar las peticiones que tenemos en nuestro corazón, no hay mejor medio que poner la fuerza de nuestra oración en aquella cosa que es más gusto de Dios; porque entonces no sólo dará lo que le pedimos, que es la salvación, sino aun lo que él ve que nos conviene y nos es bueno, aunque no se lo pidamos» (Libro III, cap. 44, 2, Roma 1991, 335).
Supliquemos, por último, a la Virgen María para que nos ayude a contemplar los bienes celestiales, que el Señor nos promete, y a ser testigos cada vez más creíbles de su Resurrección, de la verdadera vida.
Benedicto XVI
 

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