1. En la Primera Lectura llama la atención la
fuerza de Pedro y los demás Apóstoles. Al mandato de permanecer en silencio, de
no seguir enseñando en el nombre de Jesús, de no anunciar más su mensaje, ellos
responden claramente: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Y no
los detiene ni siquiera el ser azotados, ultrajados y encarcelados. Pedro y los
Apóstoles anuncian con audacia, con parresia, aquello que han recibido, el
Evangelio de Jesús. Y nosotros, ¿somos
capaces de llevar la Palabra de Dios a nuestros ambientes de vida? ¿Sabemos
hablar de Cristo, de lo que representa para nosotros, en familia, con los que
forman parte de nuestra vida cotidiana? La fe nace de la escucha, y se refuerza con el anuncio.
2. Pero demos un paso más: el anuncio de Pedro y
de los Apóstoles no consiste sólo en palabras, sino que la fidelidad a Cristo
entra en su vida, que queda transformada, recibe una nueva dirección, y es
precisamente con su vida con la que dan testimonio de la fe y del anuncio de
Cristo. En el Evangelio, Jesús pide a Pedro por tres veces que apaciente su
grey, y que la apaciente con su amor, y le anuncia: «Cuando seas viejo,
extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Jn
21,18).
Esta es una palabra dirigida a nosotros, los Pastores: no se puede
apacentar el rebaño de Dios si no se acepta ser llevados por la voluntad de
Dios incluso donde no queremos, si no hay disponibilidad para dar testimonio de
Cristo con la entrega de nosotros mismos, sin reservas, sin cálculos, a veces a
costa incluso de nuestra vida. Pero esto vale para todos: el Evangelio ha de
ser anunciado y testimoniado. Cada uno debería preguntarse: ¿Cómo doy yo
testimonio de Cristo con mi fe? ¿Tengo el valor de Pedro y los otros Apóstoles
de pensar, decidir y vivir como cristiano, obedeciendo a Dios? Es verdad que el
testimonio de la fe tiene muchas formas, como en un gran mural hay variedad de
colores y de matices; pero todos son importantes, incluso los que no destacan.
En el gran designio de Dios, cada detalle es importante, también el pequeño y
humilde testimonio tuyo y mío, también ese escondido de quien vive con
sencillez su fe en lo cotidiano de las relaciones de familia, de trabajo, de
amistad. Hay santos del cada día, los santos «ocultos», una especie de «clase media
de la santidad», como decía un escritor francés, esa «clase media de la
santidad» de la que todos podemos formar parte. Pero en diversas partes del
mundo hay también quien sufre, como Pedro y los Apóstoles, a causa del
Evangelio; hay quien entrega la propia vida por permanecer fiel a Cristo, con
un testimonio marcado con el precio de su sangre. Recordémoslo bien todos: no
se puede anunciar el Evangelio de Jesús sin el testimonio concreto de la vida.
Quien nos escucha y nos ve, debe poder leer en nuestros actos eso mismo que oye
en nuestros labios, y dar gloria a Dios.
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