Para orar no hacen falta ni gestos, ni gritos, ni silencio, ni arrodillarse.
Nuestra oración, a la vez prudente y fervorosa, debe ser una espera de Dios, hasta que Dios venga y visite nuestra alma a través de todos sus caminos de acceso a ella, todos sus senderos, todos sus sentidos. Tregua de nuestros silencios, de nuestros gemidos y de nuestros sollozos: No busquemos en la oración otra cosa que el abrazo de Dios.
En el trabajo, ¿no empleamos con esfuerzo todo nuestro cuerpo? ¿No colaboran en él todos nuestros miembros? Que nuestra alma se consagre toda entera a la oración y al amor del Señor; que no se deje dar tirones por sus pensamientos: que ponga toda su atención en Cristo. Entonces Cristo, la iluminará y le enseñará la verdadera oración, le dará la petición pura y espiritual que es según Dios, la adoración en espíritu y en verdad.
San Macario
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