lunes, 9 de abril de 2012

Resurrección de Jesús por Benedicto XVI

Al final, sin embargo, permanece siempre en toda nosotros la pregunta que Judas Tadeo le hizo a Jesús en el Cenáculo: «Señor, ¿qué ha sucedido para que te muestres a nosotros y no al mundo? (Jn 14,22). Sí, ¿por qué no te has opuesto con poder a tus enemigos que te han llevado a la cruz?, quisiéramos preguntar también nosotros. ¿Por qué no les has demostrado con vigor irrefutable que tú eres el Viviente, el Señor de la vida y de la muerte ¿Por qué te has manifestado sólo a un pequeño grupo de discípulos, de cuyo testimonio tenemos ahora que fiarnos?

 Pero esta pregunta no se limita solamente a la resurrección, sino a todo ese modo en que Dios se revela al mundo. ¿Por qué sólo a Abraham ¿Por qué no a los poderosos del mundo?¿Por qué sólo a Israel y no de manera inapelable a todos los pueblos de la tierra?

 Es propio del misterio de Dios actuar de manera discreta. Sólo poco a poco va construyendo su historia en la gran historia de la humanidad. Se hace hombre, pero de tal modo que puede ser ignorado por sus contemporáneos, por las fuerzas de renombre en la historia. Padece y muere y, como Resucitado, quiere llegar a la humanidad solamente mediante la fe de los suyos, a los que se manifiesta.

 No cesa de llamar con suavidad a las puertas de nuestro corazón y, si le abrimos, nos hace lentamente capaces de «ver». Pero ¿no es éste acaso el estilo divino? No arrollar con el poder exterior, sino dar libertad, ofrecer y suscitar amor. Y lo que aparentemente es tan pequeño, ¿no es tal vez —pensándolo bien— lo verdaderamente grande? ¿No emana tal vez de Jesús un rayo de luz que crece a lo largo de los siglos, un rayo que no podía venir de ningún simple ser humano; un rayo a través del cual entra realmente en el mundo el resplandor de la luz de Dios?

 El anuncio de los Apóstoles, ¿podría haber encontrado la fe y edificado una comunidad universal si no hubiera actuado en él la fuerza de la verdad? Si escuchamos a los testigos con el corazón atento y nos abrimos a los signos con los que el Señor da siempre fe de ellos y de sí mismo, entonces lo sabemos: El ha resucitado verdaderamente. El es el Viviente. A El nos encomendamos en la seguridad de estar en la senda justa. Con Tomás, metemos nuestra mano en el costado tras pasado de Jesús y confesamos: «Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).

Del libro: "Jesús de Nazaret" Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección. Benedicto XVI

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