La caridad constituye la esencia del «mandamiento» nuevo que enseñó Jesús. En efecto, la caridad es el alma de todos los mandamientos, cuya observancia es ulteriormente reafirmada, más aún, se convierte en la demostración evidente del amor a Dios: «En esto consiste el amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos» (1 Jn 5, 3). Este amor, que es a la vez amor a Jesús, representa la condición para ser amados por el Padre: «El que recibe mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo lo amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 21).
El amor a Dios, que resulta posible gracias al don del Espíritu, se funda, por tanto, en la mediación de Jesús, como él mismo afirma en la oración sacerdotal: «Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17, 26). Esta mediación se concreta sobre todo en el don que él ha hecho de su vida, don que por una parte testimonia el amor mayor y, por otra, exige la observancia de lo que Jesús manda: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15, 13-14).
La caridad cristiana acude a esta fuente de amor, que es Jesús, el Hijo de Dios entregado por nosotros. La capacidad de amar como Dios ama se ofrece a todo cristiano como fruto del misterio pascual de muerte y resurrección.
Juan Pablo II
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