Adviento y Navidad son como las dos caras de una misma medalla en esta experiencia litúrgica de la Iglesia. Por una parte la espera y la esperanza; por otra la presencia y el cumplimiento de las promesas. Navidad asegura a este nuevo Adviento de la historia, en espera de Cristo glorioso, la fidelidad de Dios. No son vanas nuestras esperanzas, como no fueron vanas las del pueblo de Israel que esperaba al Mesías. Por eso Adviento es celebración de la espera mesiánica de nuestros Padres en la fe y actualización de nuestras esperanzas de cara a Cristo, cuando venga a salvar definitivamente nuestro mundo y nuestra historia. Y Navidad, en la que desemboca el Adviento, es celebración del Dios con nosotros, gozo por la compañía de Dios que desde hace dos mil años está presente en la vida de la Iglesia, a partir de su Encarnación y en una misteriosa y real presencia en los misterios de la liturgia.
No es intimismo, sino realismo personalista, el poner el acento en la vivencia del Adviento como experiencia personal, interior, de espera y de vigilancia, en el momento presente de nuestra historia y de nuestro camino hacia la plenitud de la vida en Cristo.
El Cardenal H. J. Newman ha expresado muy bien el sentido personal del Adviento en una homilía de la que destacamos estas expresiones: “Sabéis lo que significa esperar a un amigo, esperar que llegue y ver que tarda? ¿Sabéis lo que significa estar en ansia cuando una cosa podría ocurrir y no acaece, o estar a la espera de algún acontecimiento importante que os hace latir el corazón cuando os lo recuerdan y al que pensáis cada mañana desde que abrís los ojos? ¿Sabéis lo que es tener un amigo lejos, esperar sus noticias y preguntaros cada día qué estará haciendo en ese momento o si se encontrará bien?... Velar en espera de Cristo es un sentimiento que se parece a todos estos, en la medida en que los sentimientos de este mundo pueden ser semejantes a los del otro mundo”.
Salvación de Adviento. No es una palabra hueca, cuando hay una experiencia viva. Se espera lo que se desea. Se desea aquello que se necesita. ¿Cómo podemos decir que esperamos al Señor si no lo deseamos, o que lo deseamos si no sentimos necesidad de su presencia? Sin deseo, no hay esperanza, sin necesidad no hay deseo. Y sin estas componentes de la espiritualidad del Adviento, la oración del deseo y de la esperanza pierde su verdad y su fuerza expresiva.
No hay Adviento donde no hay deseo y necesidad de presencia y de salvación
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ResponderEliminarDe los comentarios de san Agustín, obispo, sobre los salmos
(Salmo 109, 1-3: CCL, 40, 1601-1603
Las promesas de Dios se nos conceden por su Hijo
Dios estableció el tiempo de sus promesas y el momento de su cumplimiento.
El período de las promesas se extiende desde los profetas hasta Juan Bautista. El del cumplimiento, desde éste hasta el fin de los tiempos.
Fiel es Dios, que se ha constituido en deudor nuestro, no porque haya recibido nada de nosotros; sino por lo mucho que nos ha prometido. La promesa le pareció poco, incluso; por eso, quiso obligarse mediante escritura, haciéndonos, por decirlo así, un documento de sus promesas para que, cuando empezara a cumplir lo que prometió, viésemos en el escrito el orden sucesivo de su cumplimiento. El tiempo profético era, como he dicho muchas veces, el del anuncio de las promesas.
Prometió la salud eterna, la vida bienaventurada en la compañía eterna de los ángeles, la herencia inmarcesible, la gloria eterna, la dulzura de su rostro, la casa de su santidad en los cielos y la liberación del miedo a la muerte, gracias a la resurrección de los muertos. Esta última es como su promesa final, a la cual se enderezan todos nuestros esfuerzos y que, una vez alcanzada, hará que no deseemos ni busquemos ya cosa alguna. Pero tampoco silenció en qué orden va a suceder todo lo relativo al final, sino que lo ha anunciado y prometido.
Prometió a los hombres la divinidad, a los mortales la inmortalidad, a los pecadores la justificación, a los miserables la glorificación.
Sin embargo, hermanos, como a los hombres les parecía increíble lo prometido por Dios -a saber, que los hombres habían de igualarse a los ángeles de Dios, saliendo de esta mortalidad, corrupción, bajeza, debilidad, polvo y ceniza-, no sólo entregó la escritura a los hombres para que creyesen, sino que también puso un mediador de su fidelidad. Y no a cualquier príncipe, o a un ángel o arcángel, sino a su Hijo único. Por medio de éste había de mostrarnos y ofrecernos el camino por donde nos llevaría al fin prometido.
Poco hubiera sido para Dios haber hecho a su Hijo manifestador del camino. Por eso, le hizo camino, para que, bajo su guía, pudieras caminar por él.
Debía, pues, ser anunciado el unigénito Hijo de Dios en todos sus detalles: en que había de venir a los hombres y asumir lo humano, y, por lo asumido, ser hombre, morir y resucitar, subir al cielo, sentarse a la derecha del Padre y cumplir entre las gentes lo que prometió. Y, después del cumplimiento de sus promesas, también cumpliría su anuncio de una segunda venida, para pedir cuentas de sus dones, discernir los vasos de ira de los de misericordia, y dar a los impíos las penas con que amenazó, y a los justos los premios que ofreció.
Todo esto debió ser profetizado, anunciado, encomiado como venidero, para que no asustase si acontecía de repente, sino que fuera esperado porque primero fue creído.
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