Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Este domingo la liturgia nos presenta un pasaje evangélico breve, pero muy importante (Cfr. Mt 22,34-40). El evangelista Mateo narra que los fariseos se reunieron para poner a prueba a Jesús. Uno de ellos, un doctor de la Ley, le dirige esta pregunta: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?» (v. 36). Es una pregunta insidiosa, porque en la Ley de Moisés son mencionados más de seiscientos preceptos. ¿Cómo distinguir, entre todos estos, el mandamiento más grande? Pero Jesús no tiene duda alguna y responde: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu». Y agrega: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (vv. 37.39).
Esta respuesta de Jesús no es presupuesta, porque, entre los múltiples preceptos de la ley hebrea, los más importantes eran los diez Mandamientos, comunicados directamente por Dios a Moisés, como condición del pacto de alianza con el pueblo. Pero Jesús quiere hacer entender que sin el amor por Dios y por el prójimo no existe verdadera fidelidad a esta alianza con el Señor. Tú puedes hacer tantas cosas buenas, cumplir tantos preceptos, tantas cosas buenas, pero si tú no tienes amor, esto no sirve.
Lo confirma otro texto del Libro del Éxodo, llamado “código de la alianza”, donde se dice que no se puede estar en la Alianza con el Señor y maltratar a quienes gozan de su protección. ¿Y quiénes son estos que gozan de la protección? Dice la Biblia: la viuda, el huérfano, el migrante, es decir, las personas más solas e indefensas (Cfr. Ex 22,20-21).
Respondiendo a esos fariseos que lo habían interrogado, Jesús trata también de ayudarlos a poner en orden en su religiosidad, para restablecer lo que verdaderamente cuenta y lo que es menos importante. Dice: «De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,40). Son los más importantes, y los demás dependen de estos dos. Y Jesús ha vivido justamente así su vida: predicando y obrando lo que verdaderamente cuenta y es esencial, es decir, el amor. El amor da impulso y fecundidad a la vida y al camino de fe: sin el amor, sea la vida, sea la fe permanecen estériles.
Lo que Jesús propone en esta página evangélica es un ideal estupendo, que corresponde al deseo más auténtico de nuestro corazón. De hecho, nosotros hemos sido creados para amar y ser amados. Dios, que es Amor, nos ha creado para hacernos partícipes de su vida, para ser amados por Él y para amarlo, y para amar con Él a todas las personas. Este es el “sueño” de Dios para el hombre. Y para realizarlo tenemos necesidad de su gracia, necesitamos recibir en nosotros la capacidad de amar que proviene de Dios mismo. Jesús se ofrece a nosotros en la Eucaristía justamente por esto. En ella nosotros recibimos su Cuerpo y su Sangre, es decir, recibimos a Jesús en la expresión máxima de su amor, cuando Él se ofreció a sí mismo al Padre por nuestra salvación.
La Virgen Santa nos ayude a acoger en nuestra vida el “gran mandamiento” del amor a Dios y al prójimo. De hecho, si incluso lo conocemos desde cuando éramos niños, no terminaremos jamás de convertirnos a ello y de ponerlo en práctica en las diversas situaciones en las cuales nos encontramos.
(Traducción del italiano, Renato Martinez)
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